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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La quimera y el funeral

Pensar en la reforma de la Constitución para cambiar la relación con España tiene algo de quimera y mucho de voluntarismo

Josep Ramoneda

Nunca un aniversario de la Constitución había tenido un aire tan funerario, aunque Cataluña aportó un detalle trágico-cómico a la ceremonia: Pere Navarro brindando con la delegada del Gobierno, con Alicia Sánchez Camacho y con Albert Rivera, sin darse cuenta de que estaba celebrando las exequias del PSC. Nunca se había hablado tanto de la necesidad de reformar la Carta Magna. Y, sin embargo, no hay visos de que la reforma sea posible y, de serlo, nada garantiza que no fuera para empeorarla.

De hecho, la situación es la siguiente: el PP se niega a abrir un proceso de reforma legal y formal de la Constitución, pero lleva ya tiempo modificándola en la práctica con una interpretación cada vez más restrictiva y recentralizadora. En la entrevista publicada ayer por EL PAÍS y otros cinco diarios europeos, Mariano Rajoy, que, con la cantidad de problemas que tiene sobre la mesa, no aporta una sola idea o propuesta nueva, repite y fija sus ya conocidas exigencias para reformar la Constitución: que se sepa qué se quiere hacer, con qué consenso se cuenta, y que sea en el momento adecuado. Y, a continuación, el presidente ya advierte que este no es el momento adecuado.

Rajoy usa la Constitución como coartada para esquivar la política

Y, sin embargo, Rajoy sigue reformando la Constitución de tapadillo, en su lenta pero segura deriva hacia el autoritarismo posdemocrático, ante el silencio absoluto de la derecha presuntamente liberal. Próximas etapas, después de la ley de seguridad (mejor decir de orden público), la ley de huelgas y la del aborto. Lado PP por tanto, la reforma pactada de la Constitución es imposible, porque ya la está modificando en la práctica con la pretensión de aprovechar la debilidad del PSOE para construirse una hegemonía duradera.

El PSOE alienta una reforma muy controlada, puesta bajo la advocación del federalismo, un federalismo sin atributos precisos, que, a juzgar por la declaración de Granada, es una operación de estética para darle a la Constitución el aire juvenil perdido. El PSOE suma al luto inacabable por su derrota este proverbial temor al riesgo que ha ido destiñendo a la socialdemocracia en los últimos tiempos.

A la izquierda le sienta mal la defensa del statu quo. Reforma de la Constitución sí: que algo cambie para que el régimen bipartidista imperfecto, dominado por los dos grandes partidos, permanezca intacto. El PSOE debería saber que la degradación de los grandes partidos es un problema más importante para la credibilidad del sistema que el desgaste de la Constitución.

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Desde Cataluña, los partidos implicados en el derecho a decidir ven la hipótesis de la reforma de la Constitución como imposible e inútil, como si fuera ya demasiado tarde para esta cita. Y algunas personalidades con protagonismo en los tiempos de la transición advierten además que, con la relación de fuerzas actual, el remedio sería peor que la enfermedad.

Si a todo ello sumamos las señales que emite la opinión pública a través de las encuestas, la pulsión recentralizadora aumenta. De modo que el PP podría encontrar coartada para estrechar todavía más el terreno de juego.

Ante este panorama la reforma de la Constitución tiene algo de quimera. Y desde luego pensar en ella como vía para recomponer la relación Cataluña-España tiene mucho de voluntarismo. Cuando se aprobó la Constitución vigente, Miquel Roca dijo que por fin se reconocía que España era una nación de naciones. Una reforma de la Constitución que realmente pudiera servir para encontrar puntos de encuentro con el independentismo catalán debería dar un paso adelante: asumir que España es un estado plurinacional. Sin dar este paso, no hay posibilidad alguna de que una reforma Constitucional pudiera ser el punto de encuentro para evitar descarrilamientos y tejer una relación que permita a los catalanes decidir su destino libremente.

Por lo demás, en la entrevista citada Rajoy exhibe su bloqueo mental ante la cuestión catalana, e inevitablemente los esfuerzos por endulzar su intransigencia adquieren la forma del desdén. Parte de un fundamento típicamente nacionalista para fijar su posición: “España es la nación más antigua de Europa”, afirmación simétrica de la proclamación de Cataluña como nación milenaria por parte del nacionalismo catalán. Usa la Constitución como coartada para esquivar la política: la ley no me permite el referéndum. Presenta la acción del Gobierno en Cataluña como una generosa concesión: el Gobierno ayuda económicamente a la Generalitat que no se puede financiar. Muestra las limitaciones de su análisis: el independentismo viene impulsado por la crisis económica y se apagará con la recuperación. Y nos regala como colofón una gran fuga intelectual, su visión del futuro que nos espera: “Hay que caminar en la dirección por lo que van los tiempos”, dice. “El mundo avanza hacia algo parecido a un país, a unos Estados unidos de todo el mundo”. No es broma: el ciudadano autor de esta frase es el presidente que nos gobierna.

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