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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El dilema de los egoístas

La lógica mercantil ha ido impregnando el discurso público, como la lluvia fina que cae del cielo. A veces legitimada incluso desde la mejor de las intenciones

Milagros Pérez Oliva

Alambradas con cuchillas, controles fronterizos, lanchas de vigilancia, todos los medios parecen pocos para frenar la oleada de inmigrantes que intenta entrar en Europa. El discurso que ampara estos diques de contención parece razonable: no podemos abrir las puertas a todo el mundo, nuestra economía no lo resistiría, no hay trabajo para todos. Por esta razón, el derecho de residencia es un bien muy preciado que cada país protege y administra celosamente. Pero, ¿podemos ponerle precio a ese bien?

Cuando Michael J. Sandel planteó al auditorio del CCCB el pasado miércoles si le parecía aceptable que un país concediera la residencia a cualquier extranjero, siempre que adquiera una propiedad inmobiliaria de más de 500.000 dólares, un mar de brazos se alzó en contra. Apenas tres estaban a favor. El rechazo social era contundente, y sin embargo, una medida de este tipo rige ya en Estados Unidos y ha sido anunciada también por el Gobierno español. Primero anunció que bastaría con comprar una vivienda de 160.000 euros para obtener la residencia, pero en mayo pasado anunció que serían 500.000.

La misma lógica que se aplica para lo poco sirve para lo mucho. De acuerdo con esta premisa, ¿por qué no ponemos un precio a los puestos de trabajo que queramos reservar para los extranjeros? Podríamos sacar un buen dinero, y aún mucho más si los pusiéramos a subasta. Y ya puestos a impedir que lleguen los que no pueden pagar, ¿por qué en lugar de cuchillas, que ya se ha visto que no disuaden del todo, no ponemos unas minas antipersona?

Aceptar que el interés mercantil está por encima contribuye a que pasemos de la economía de mercado a la sociedad de mercado, dice Michel Sandel

La lógica mercantil ha ido impregnando el discurso público, como la lluvia fina que cae del cielo. A veces legitimada incluso desde la mejor de las intenciones. Algunas ONG, por ejemplo, quisieron salir al paso de la xenofobia con informes económicos que demostraban lo beneficiosa que era para nuestra economía la presencia de inmigrantes. Era cierto, pero el argumento era un arma de doble filo. Si aceptamos la lógica mercantil para justificar su presencia durante la fase de bonanza, la misma lógica servirá para expulsarles primero de la sanidad y luego del país cuando cambie el ciclo. Aceptar que el interés mercantil está por encima de todo lo demás es lo que contribuye a que estemos pasando de la economía de mercado a la sociedad de mercado, como dice Michel Sandel en su último libro Lo que el dinero no puede comprar (Debate). Un día es un Ayuntamiento el que acepta cambiar la normativa urbanística para facilitar una determinada actividad económica que reportará beneficios y al siguiente es la autoridad sanitaria la que sacrifica un bien superior como la salud a las exigencias de un magnate del juego ávido de negocio.

La condición para que estas políticas puedan prosperar sin demasiada resistencia es disfrazarlas de bien común y expulsar del debate público toda discusión sobre principios y valores. Para entendernos: no hablar de equidad, sino de sostenibilidad. La crisis es ahora la gran excusa, pero precisamente porque estamos en crisis y tenemos mucho que perder como sociedad, hemos de hablar de valores. Apelar a los valores es la mejor manera de defender la sanidad publica de los vientos mercantilistas que la acechan, como hizo Albert Jovell en Te puede pasar a ti (Proteus), un testamento político de obligada lectura.

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Porque no es cierto que a todo se le pueda poner precio. Sandel cita un ejemplo muy interesante. Suiza necesitaba construir en 1993 un cementerio de residuos nucleares y eligió Wolfenschiessen, un pequeño municipio de 2.000 habitantes, como el lugar más idóneo. Antes de aprobarse, se consultó a la población si lo aceptaría. El 51% dijo que sí. Por el bien del país. Como el apoyo era insuficiente, se preguntó de nuevo si aceptarían la instalación, pero esta vez con una bonificación de 6.000 euros por habitante y año. Los votos favorables cayeron al 25%. La primera vez se dirimían valores cívicos. En la segunda se les había puesto precio. Lo interpretaron como un soborno.

Si queremos preservar el Estado de bienestar y la cohesión, hemos de hablar menos de dinero y más de principios

El mercantilismo parte del criterio de que todos somos egoístas y, siempre que podamos, actuaremos en beneficio propio. Pero esta idea es desmentida, como demostraron la psicóloga Daria Knoch y el economista Ernst Fehr, cada vez que se somete a experimentación el famoso dilema del Ultimatum Game. Consiste en ofrecer a dos sujetos una cantidad importante de dinero que solo obtendrán si se ponen de acuerdo en el reparto. A uno de ellos se le concede la facultad de hacer la propuesta, y al otro la de aceptarla o rechazarla. Si acepta, cada uno de ellos se llevará la parte que acuerden. Si la rechaza, ninguno se llevará nada. Está claro que la posición más ventajosa, la egoísta, es aceptar la oferta, por pobre que esta sea. Pues bien, la mayoría de los sujetos que participan en este experimento la rechazan si se les ofrece menos del 40%. Por una elemental cuestión de justicia.

La solidaridad es socialmente más beneficiosa que el egoísmo. Si queremos preservar el Estado de bienestar y la cohesión social, hemos de hablar menos de dinero y más de principios.

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