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El fantasma del populismo

Hace más daño la realidad de una Europa despiadada, solo preocupada por evitar la inflación y asegurar el mercado

Joan Subirats

Ha empezado la cuenta atrás de las elecciones europeas. Y son muchas las voces que alertan sobre el auge del populismo en muchos de los países que forman parte de la Unión Europea. El problema que tenemos es que denominamos como “populistas” a posiciones políticas muy dispares, abusando hasta tal punto del estigma que va asociado al término, que acaba explicando poco. Decía con razón Barbara Spinelli hace pocos días, que no nos debería interesar el nombre, sino porqué crece en Europa la rabia y el disgusto con todo y con todos. Resulta más fácil emborronar esa reacción con el calificativo de populista y reaccionaria que tratar de entender que hay detrás de ello.

¿Son lo mismo los neofascistas de Aurora Dorada, los húngaros de Fidesz que siguen a Orban, Marine Le Pen, Beppe Grillo y su M5Stelle, o incluso las posiciones de Syriza o Die Linke que algunos califican también de antieuropeas y populistas? En el fondo, lo que está claro es que mientras la Unión Europea siga su camino de colaboración con los procesos de desprotección y desposesión tan radicalmente puestos en práctica, crecerá el espacio del nacionalismo ciudadanista que buscará refugio en “rimero los de casa”, o “volvamos a lo que teníamos”.

El problema de fondo es que lamentablemente, Europa es hoy esencialmente mercado común y moneda única. Y todo lo demás, que es mucho, parece subordinado a ese binomio económico convertido en la vara de medir del resto. En los inicios de la construcción europea, la opción por entretejer intereses económicos y comerciales se entendió como la más fácil y adecuada para evitar nuevos conflictos entre comunidades. Más y mejor mercado común, era más y menor tejido social común. Y el euro fue presentado asimismo con esa vocación de servicio a los intereses sociales compartidos. Hoy la lógica se ha invertido. Es la sociedad, son sus componentes y necesidades, las que están al servicio de las exigencias del mercado y de la estabilidad monetaria. Hoy los costes humanos y sociales crecen con el desempleo, el aumento de la pobreza y de la desigualdad. Y mientras, las élites europeas mezclan defensa del fortín económico con guiños nacionalistas (de cada quién y en cada país).

Es evidente que en ese escenario, muchos ven al euro como la expresión diabólica de lo que les sucede, y se apuntan al sueño imposible de regresar a un pasado de bienestar y estabilidad con la simple eliminación de la moneda común: “regresemos a la peseta/marco/franco y tendremos otra vez industrialismo y keynesianismo”. Cuando lo cierto es que no hay solución nacional para los problemas estructurales que tenemos y a los que nos enfrentamos que tienen dimensión global.

No podemos confundir nacionalistas xenófobos y ultraconservadores que no quieren a Europa alguna, con rebeldes que quieren otra Europa. Hemos hecho una Europa de mercado y moneda común, sin construir una institucionalidad política común. Una capacidad democrática común que permita compartir decisiones y exigir responsabilidades. Y ahí de nuevo, pesa más el nacionalismo vergonzante de Merkel, de Alemania y de sus socios continentales, que la voluntad política de construir Europa. No hay voluntad política en los líderes europeos hoy para enfrentarse al reto que supone avanzar en política fiscal, en política económica, en política social realmente europea, con las exigencias de redistribución que ello exige. Y más cuando la forma como se ha presentado en el centro y norte de Europa la situación de los países meridionales es más moral que el resultado de una política económica determinada.

Las elecciones europeas pueden convertirse en un debate básicamente económico sobre qué país tiene la culpa de la crisis, sobre quién gana más y quién pierde más, o pueden servir para remarcar la falta total de proyecto político y avanzar hacia otra Europa. El problema en Europa como aquí, es un problema de democracia. Necesitamos eurobonos, presupuesto de la Unión de al menos un 15% del PIB de la UE y un gobierno y un Parlamento con más poderes y con más exigencia para dar cuentas y asumir responsabilidades. Y eso es más democracia. Más exigencia y radicalidad democrática en Europa para tener más democracia aquí. Más exigencia y radicalidad democrática aquí para tener más democracia en Europa. Si después de las elecciones de mayo del 2014, nada se mueve, las cosas no seguirán igual. Irán peor. Europa perderá definitivamente la imagen de un proyecto que acoge y repara, para ser definitivamente un espacio que margina y expulsa. Hace más daño la realidad de una Europa despiadada, solo preocupada por evitar la inflación y asegurar el funcionamiento del mercado, que el fantasma del populismo. Para combatir al populismo lo mejor es la exigencia y la radicalidad democrática.

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Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política e investigador del IGOP de la Universidad Autónoma de Barcelona.

 

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