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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Viejos nacionalistas

Antiguos dirigentes del PSOE arremeten contra el soberanismo obviando que también ellos defienden su propio nacionalismo

Cuando, en otoño de 1982, el PSOE ganó por primera vez y de modo abrumador las elecciones generales, alcanzando el Gobierno, un artículo en The New York Times —escrito probablemente por Barbara Probst Solomon, aunque esto no puedo asegurarlo— quiso explicar a los lectores liberales norteamericanos qué clase de gente eran Felipe González y los suyos, esos políticos que ya habían renunciado al marxismo y a la socialización de la economía, pero todavía abanderaban el rechazo a la OTAN. La fórmula escogida fue describirlos como un grupo de “young nationalists”, de “jóvenes nacionalistas” españoles.

Desde entonces han pasado 31 años. Y los programas electorales de aquellos días amarillean en los archivos. La hostilidad hacia la OTAN se marchitó rápidamente. Y los cachorros del felipismo peinan canas y han puesto kilos, lo mismo que su jefe. Sin embargo, la definición de The New York Times conserva al menos el 50% de su validez: jóvenes ya no, pero nationalists, más que nunca.

Aunque a ellos no les guste oírlo, no cabe interpretar de otro modo la avalancha de declaraciones que, a raíz del proceso soberanista catalán, han surgido de entre quienes, en las décadas de 1980 y 1990, se sentaron en el Consejo de Ministros o formaron parte del núcleo dirigente del PSOE. Respetando el orden jerárquico, hay que citar en primer lugar a Felipe González: “La independencia de Cataluña como objetivo es imposible, [Y]galopar hacia un imposible puede provocar una fractura económica y social de la que nos costará recuperarnos más de 40 años”. Si adoptásemos el ranking de la virulencia, en cambio, la medalla de oro sería para Joaquín Leguina: “Se quiere recorrer un camino hacia una disgregación a la yugoslava”, “es preciso olvidar ese estúpido ‘horror al lerrouxismo’ que se impuso durante la Transición”, “los socialistas no pueden convivir con las ideas chungas del PSC”.

Y usted, don Alfonso, ¿es acaso un apátrida a quien le importan un rábano los intereses de España o el futuro de la lengua castellana?

El segundo puesto podría dirimirse entre José Luis Corcuera (“¿Qué es eso del derecho a decidir? ¿Decidir qué? ¿Qué es eso del Estado federal? Es solo una palabra inventada para salir de un atolladero que nosotros no hemos generado”) y Juan Carlos Rodríguez Ibarra con sus analogías hitlerianas y su democrático “me revientan quienes quieren romper España”. Francisco Vázquez, Antoni Asunción (padrino del salto de Ciutadans a la política española), José Bono, etcétera, merecen también una mención de honor.

Y, last but not least, Alfonso Guerra, el único de toda esa tropilla que conserva cargos públicos de primer nivel: diputado y presidente de la Comisión de Presupuestos del Congreso; por tanto el que con más autoridad puede exigir que el PSOE presente candidaturas propias en Cataluña, pues “el PSC dejó de ser un partido socialista porque se acerca a posiciones nacionalistas”.

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¿Posiciones nacionalistas? Y usted, don Alfonso, ¿es acaso un apátrida, un cosmopolita integral que se expresa siempre en inglés o en esperanto, que no reconoce como propia ninguna bandera y a quien le importan un rábano los intereses de España o el futuro de la lengua castellana? Cuando en abril de 2006 —y en un acto de partido, para más inri— se jactó usted de haber “cepillado” el Estatuto y haber impedido con ello “la ruptura de España”, ¿en beneficio de quién o en nombre de qué altos principios había realizado tales heroicidades? ¿Para mayor gloria del internacionalismo proletario? ¿Del socialismo universalista? ¿De la causa de los trabajadores del mundo? Lo hizo, señor Guerra, en nombre de un patriotismo y en defensa de una nación tan reales y tan legítimos como los que motivan a Artur Mas, a Oriol Junqueras, a Marina Geli, a Joaquim Nadal y a cientos de miles de catalanes de todas las ideologías.

Hace unas semanas, escribiendo en Abc, Esperanza Aguirre reconocía que “para mí es un motivo de satisfacción que el núcleo duro de lo que fue el PSOE de la Transición haya levantado la voz para unirse a los que no podemos aceptar que la soberanía nacional se quiebre y se rompa en trocitos. (...) Ellos, que son los padres fundadores del socialismo moderno, descalifican la deriva separatista de Cataluña”. Y bien, a un izquierdista tan conspicuo como Alfonso Guerra, a alguien tan corrosivo siempre contra “la derecha”, ¿no le inquietan los elogios de la condesa de Murillo, no le induce a reflexión coincidir tanto con la máxima abanderada del neoliberalismo español, con la lideresa potencial del Tea Party madrileño? Parece ser que no. Como —florituras irónicas al margen— tampoco parecen incómodas, dentro de Cataluña, todas aquellas personas procedentes del comunismo e incluso de más allá —de un progresismo culto y fetén, en cualquier caso— que ahora depositan sus esperanzas de parar el proceso soberanista en las presiones de un empresariado al que no hace tanto llamaban “la oligarquía” o cosas peores; y escuchan con delectación las amenazas antiindependentistas de un magnate cuyos premios literarios desprecian y cuyo diario se avergonzarían de leer.

A esas solidaridades transversales sobre determinados asuntos se las llama, en todas partes, “patriotismo” o “nacionalismo”. Salvo aquí, donde uno de los campos pretende que nacionalistas solo son los del campo contrario.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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