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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Grita Barberá

Ese estado de irritación permanente desvela sobre todo la incapacidad de Barberá para afrontar los propios proyectos

A Rita Barberá le ha salido estos días el espectro que lleva dentro, que es tanto como decir su Franquito Grillo particular, el estado profundo de su conciencia. La pasada semana, Rita Barberá se quitó por dos veces la careta y lo que se vio detrás de la máscara no fue, por cierto, muy agradable. El miércoles se celebró el pleno municipal sobre el estado de la ciudad y la alcaldesa no se dignó a debatir con la oposición. En una actitud de olímpico desprecio, no solo hacia los que no comparten sus posiciones, sino incluso a sus propios votantes, delegó en el vicealcalde, Alfonso Grau. El viernes, Barberá fue un poco más allá y acabada la votación sobre el planeamiento de la Marina Real, aprovechó su potestad de presidenta del pleno para intervenir criticando a la oposición, a la que a continuación negó la posibilidad de réplica. Cuentan las crónicas que Joan Calabuig, portavoz del PSPV-PSOE y Joan Ribó, de Compromís, insistieron en intervenir, pero que la alcaldesa no se lo permitió “elevando el tono e imponiéndose a las protestas airadas de los concejales”, es decir a gritos.

Ese estado de irritación permanente desvela sobre todo la incapacidad de Barberá para afrontar los propios proyectos: la línea 2 del metro está absolutamente paralizada; el Balcón al Mar y las piscinas olímpicas no pasan de ser un solar; el tramo final del jardín del Turia sigue siendo una colección de maquetas por las que se pagaron fortunas a arquitectos de relumbrón; no se ha plantado un solo árbol en los terrenos que Adif ya ha liberado para el Parque Central; el centro para la tercera edad de Monteolivete continúa con las obras paradas; el barrio de El Carme está lleno de edificios ruinosos junto a carteles oxidados del Plan Confianza en el que se anuncian imaginarias rehabilitaciones; y a excepción de algunas zonas privilegiadas, la ciudad está cada vez más sucia. Ahora, en su obcecación, la alcaldesa pretende reorientar inversiones comprometidas en otros proyectos para poder continuar con las expropiaciones en El Cabanyal y acometer la prolongación de Blasco Ibáñez, que se ha convertido en una quimera en el vacío de su incapacidad de hacer ciudad.

Grita Barbera y, con su reiterada actitud, confirma que, en esta fase decadente de su larga carrera política, las maneras autoritarias se han impuesto al gracejo populista que caracterizó sus primeros mandatos. Cuando el grito, el ordeno y mando, se impone al razonamiento, a la capacidad de dialogar y de, por lo menos, oír e intentar convencer al adversario, se pone de manifiesto la debilidad propia, la falta de convicción en la gestión realizada y en los proyectos de futuro, si es que los hubiere. Pero además esa frustración se traslada a la peligrosa dialéctica del amigo y el enemigo, con el que tantas veces algunos sectores del PP han tratado de demonizar a la oposición. Una dialéctica que, como se ha visto en la penosa instrumentalización de la lucha antiterrorista, puede conducir a que los demonios destapados se puedan volver contra el aprendiz de brujo.

Grita e irrita Barberá, como si los vecinos no tuvieran ya suficientes problemas. Su proyecto de ciudad está moribundo y a la alcaldesa habría que decirle aquello que le soltó Malesherbes al cura que intentaba darle la extremaunción: “Basta señor, váyase, no soporto su estilo”.

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