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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De agujeros, aguaceros y chapuceros

Son demasiados los edificios públicos con defectos por no construir bien o por falta de un adecuado mantenimiento

El calendario tiene días que casi sería preferible pasarlos de puntillas. Si además coinciden con tu cumpleaños, y éste te sitúa cada vez más lejos de la puerta de entrada y te va aproximando a la de salida, mejor es silbar disimulando. Para qué les voy a contar. Aunque, por más que uno silbe, no hay modo de escaparte de ellos. Una de esas fechas es el 11 de septiembre. Marcada a fuego por el golpe de estado de Pinochet o el atentado de las Torres Gemelas. También es célebre por la Diada catalana, recordando algo de hace casi tres siglos.

La de este año ha tenido lo suyo. El mismo día en que la coral independentista recorría el corral del Principado y las calles y plazas de una Cataluña enfervorizada se cubrían de las esteladas que ha impuesto el nacionalismo haciendo temblar las estructuras del Estado, una cascada caía sobre las calvas de sus señorías y estropeaba el suelo enmoquetado del Congreso de los Diputados. Por donde se mire, últimamente todo hace aguas y crecen los agujeros.

La arquitectura está plagada de ellos, aunque, que yo sepa, no hay ni un solo tratado que diga que no puedan estar en un techo. Otra cosa es lo que digan sobre cómo debe construirse un tejado para evitar que el agua los atraviese. Sin embargo, siempre hay indocumentados a los que les molesta cualquier alteración y se empeñan en hacer tabla rasa y barnizarlo todo. Es lo ocurrido en el Congreso.

De tanto mirar al suelo sin ver nada, ocurrió que hasta este aciago día nadie se había percatado del desaguisado cometido al tapar los orificios del techo perforado por las balas que los guardias de Tejero dispararon para amedrentar a los diputados y, de paso, a toda una incipiente democracia. De repente nos dimos cuenta de que las escayolas lucían impolutas sin un solo rastro de aquella oscura hazaña. En algún momento alguien decidió hacer de su capa un sayo y de las brechas tejeras una restauración a lo Ecce Homo de la inefable Doña Cecilia.

Los energúmenos de turno, a quienes no creo tan ilustrados como para haber leído aquello que dijo Nietzsche de que toda acción requiere olvido, debieron pensar que solo eran unas feas aberturas y pasaron a la acción ocultándolas con unas cuantas manos de yeso. No cabe duda de que estamos siempre en manos de chapuceros. Lo que no entiendo es de dónde obtuvieron el consentimiento para semejante desatino o cómo los responsables del edificio no advirtieron que esos boquetes formaban parte del histórico recuerdo de aquel maldito día de un lejano febrero que pudo desviar la historia de este país descompuesto.

Somos tan duchos en vivir tapando agujeros, que lo hemos convertido en hábito chapucero para intentar olvidar, cuando lo que hay que hacer, en ciertos casos, es avivar el recuerdo. Parece como si no fueramos capaces de mantener y postergar el valor de la memoria. Restaurar la arquitectura con acierto consiste en dejar bien visibles las cicatrices grabadas en la piel y el alma de los pueblos para evitar que olvidemos. Pero ocurre, sin embargo, que suele taparse lo que no debe ser tapado mientras se deja abierto aquello por donde se cuela hasta el mismo diablo.

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En Valencia, como en todas partes, sabemos muy bien de aguaceros, chapuzas y agujeros de todo tipo. Son demasiados los edificios públicos con defectos por no construir bien o por falta de un adecuado mantenimiento. Un inapropiado trencadís, el tejado mal reparado de un mercado o una alberca mal construida cubriendo los orígenes de la ciudad con unos vidrios de fondo por donde se filtra el agua, son suficientes ejemplos para que recordemos, ahora que se acercan las lluvias, que aunque haya agujeros que nunca deben ser ocultados hay otros que sí necesitan estar bien cubiertos y sellados para evitar que a través de ellos se nos arruine la existencia.

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