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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La decadencia del cap i casal

Valencia es un muladar de desperdicios y de excrementos de perro que nadie recoge

Últimamente los medios nos están bombardeando con la noticia de la decadencia de la ciudad de Madrid. Ahora se dan cuenta de que es cara e incómoda, de que está sucia, de que su oferta cultural ya no es lo que era, de que el aeropuerto de Barajas pierde pasajeros a borbotones, de que los pelotazos inmobiliarios han dejado islas de cutrez entre mares de cemento hostil por doquier. Debe de ser la depresión post fracaso olímpico, que devuelve la lucidez a la gente. Lo curioso es que cualquier visitante que no esté ciego lo sabía hace tiempo. ¿Cómo va a ser parangonable una ciudad, ya no a Londres o a París, sino simplemente a Praga o a Amsterdam, cuando el IVA cultural está en el 21%? ¿Cómo van a llegar aviones a una terminal que cobra tasas excesivas en una compañía de bandera que te maltrata a retrasos y no te da ni un modesto refrigerio? ¿De verdad creían que los desafueros de sus últimos alcaldes no tendrían consecuencias?

Lo curioso es que tres cuartos de lo mismo puede decirse también de Valencia. Nuestro cap i casal es un muladar de desperdicios y de excrementos de perro que nadie recoge, las casas del centro histórico se caen a pedazos, la rica efervescencia cultural de hace algunos años ya no es sino un pálido recuerdo, los turistas huyen a escenarios más amables y Manises, donde las ratas campan a sus anchas, también se las ve y se las desea para taponar la hemorragia de vuelos. Aquí no ha habido ningún fracaso olímpico, simplemente se evaporó el sueño de una subsede de vela: minucias. ¿Por qué, pues, este estado de depresión colectiva que tanto nos asemeja a los madrileños? No lo sé, pero el hecho es que el grotesco discurso triunfalista de antaño se ha apagado hasta en los altavoces más contumaces y así, mientras en la plaza Mayor se entretienen con la famosa taza de café con leche, nosotros nos apasionamos comentando el nombre y filiación de las nuevas falleras mayores. El que no se consuela es porque no quiere: así nos luce el pelo a unos y a otros.

Mal de muchos, consuelo de tontos, dice el refrán. Con todo, aquí no resulta aplicable porque no hay muchos, no es la situación de Barcelona ni la de Málaga ni la de Santiago ni la de Bilbao ni la de tantas otras ciudades españolas. Pese a la crisis, se mantienen dignamente a la espera de que pase el chaparrón. Por desgracia, a orillas del Manzanares y del Turia no ha sido así, la situación de Madrid y de Valencia en la segunda década del siglo XXI quedará como ejemplo de mala gestión en los manuales de historia. Y no es de extrañar. Es que toda la política municipal y autonómica valenciana de los últimos 20 años ha consistido en copiar como papanatas los errores de Madrid. Hasta tuvo un nombre, lo llamaban el eje de la prosperidad. ¡Vaya sarcasmo! Y ahora resulta que la muñidora del desastre municipal, recién liberada milagrosamente (o no tanto) del peso de una condena judicial, se insinúa como futuro presidente de la Generalitat. No se pasen: Alberto Fabra puede que no sea el candidato ideal, pero la ideíta de poner al pirómano de jefe de los bomberos solo se le puede haber ocurrido a algún maligno cenáculo de asesores del tripartito in pectore. Miren que yo de los militantes valencianos del partido de la derecha no me fío ni un pimiento y son capaces de hundirse del todo solo por fastidiar a los catalanistas. Cosas más raras se han visto por estos pagos de la Cheperudeta.

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