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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ayer no termina nunca

La mayoría de los casos de corrupción hubieran sido imposibles de llevarse a cabo con unos mecanismos de control medianamente aceptables

En el libro Todo lo que era sólido de Antonio Muñoz Molina, uno de los ensayos más lúcidos que se ha escrito sobre los últimos años en España, hay un punto de partida para este desastre de la corrupción: “La ruina en la que hoy nos ahogamos comenzó cuando la potestad de disponer del dinero público se pudo ejercer sin los mecanismos previos del control de las leyes, y cuando las leyes se hicieron tan elásticas como para no entorpecer el abuso, la fantasía insensata, la codicia, el delirio, o simplemente para no ser cumplidas”. La mayoría de los casos de corrupción hubieran sido imposibles de llevarse a cabo con unos mecanismos de control medianamente aceptables. Y este país se hubiese ahorrado mucha basura si los gestores no hubieran decidido retorcer las leyes en los procesos de adjudicación de concursos, ayudas u obras públicas con triquiñuelas que eluden la libre concurrencia y posibilitan los apaños.

La mayoría de las leyes de las que se dotó la democracia para garantizar estos procedimientos eran impecables en sus orígenes, pero los políticos las fueron moldeando para agilizar los procesos administrativos bajo la excusa de que eran lentos y poco eficientes. A partir de ese día, entre los papeles de muchos concursos públicos se colaron las comisiones, las donaciones y la posibilidad de amañarlo todo, ya que, por extraño que pueda parecer, el amaño es a veces compatible con el más estricto cumplimiento de la legalidad.

Cada vez que a un partido político le llega el barro de la corrupción al cuello anuncia un paquete de medidas para luchar contra esta lacra, pero excluye la esencial: asumir que es imposible hacer frente a la corrupción escondiendo, ocultando o protegiendo a sus corruptos. Luego vendrán las medidas, esas que hagan posible una vuelta al inicio. Un control efectivo de hasta el último euro del dinero público por parte de funcionarios sin dependencia alguna hacia el Gobierno de turno.

No hay nada más absurdo como un ranking sobre los olores de la cochambre, por eso resulta cada día más insoportable los festejos de los hooligans de cada bancada ante los autos judiciales que perjudican al otro. En esta competición para recriminar quién encuentra más chorizos en las filas del contrario, los partidos políticos han perdido la perspectiva: la ciudadanía hace ya mucho tiempo que no hace distingos con el hedor y le apesta la podredumbre en todos sitios por igual. Polemizar sobre quién tiene sobre sus espaldas el escándalo más grande es absurdo, ya que alcanzado el actual nivel de basura el tufo es tan nauseabundo que se hace imposible distinguir dónde hay más acumulación de inmundicia.

El otro día a la vicepresidente del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, le dio un ataque de sinceridad y admitió que en los reproches al contrario sobre los temas de la corrupción se corren riesgos: “Uno se engancha a lo último del partido de enfrente, y luego pasa lo de días como hoy, que a mitad de mañana se ha caído el discurso”. Aunque la vicepresidenta hacia esta crítica a los socialistas, tras el auto de la jueza Mercedes Alaya con la posibilidad de imputar a Manuel Chaves y a José Antonio Griñán, resulta obvio que la frase es aplicable a su propio partido en muchas y reiteradas ocasiones.

La última película de Isabel Coixet se llama Ayer no termina nunca, un título que simboliza bien que está ocurriendo en España con la actitud de los partidos frente a la corrupción. Cada vez que un dirigente político anuncia que va a poner fin a esta lacra, la realidad le pone sobre la mesa los restos del naufragio. El nuevo Gobierno de Susana Díaz dice que los ERE son el pasado. También Rajoy lo dice de Bárcenas o de la trama Gürtel. El problema es que sin haber resuelto el pasado, el ayer puede que no termine nunca.

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@jmatencia

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