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crítica | teatro
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pareja gay, por conveniencia

‘Una boda feliz’, teatro de bulevar bien escrito, adaptado e interpretado, en una nueva apuesta de Gabriel Olivares por la comedia francesa de enredo

Javier Vallejo

El viejo tema de la herencia condicionada, actualizado por Gérard Bitton y Michel Munz: en Una boda feliz, Enrique, mujeriego cuarentón, recibirá un millón de euros de su tía en acciones de Microsoft si se desposa de una maldita vez. Si no, habrá de contentarse con heredar las obras completas de Fernando Vizcaíno Casas en cintas de cassette y una colección de la revista Burda, encuadernada en piel. Como Enrique se siente incapaz de dilucidar a cuál de sus amantes plantearle la boda de conveniencia (“no puedo serle fiel a una sola”), su perspicaz amigo Roberto le sugiere que se case mejor con Lolo, cándido actor cuya cima fue hacer de cerdito, enmascarado y con la voz doblada.

Una boda feliz

Autores: Gérard Bitton y Michel Munz. Versión: Juan Solo. Traducción: Ylva Malmcrona. Intérpretes: Antonio Molero, Agustín Jiménez, Francesc Albiol, Juan Solo y Celine Tyll. Luz: Carlos Alzueta. Espacio sonoro: Tuti Fernández. Escenografía y vestuario: Anna Tusell. Dirección: Gabriel Olivares. Teatro Marquina.

Lolo podría así dejar la casa de sus padres jubilados, de bronca todo el día, y tener paz para escribirse un monólogo, “como Moncho Borrajo”. Para que tal plan no salga adelante sin obstáculos, el progenitor de Enrique es de la Hermandad de los Auténticos Defensores de la Fe, secta que predica, como ciertos neoliberales, que el subsidio de desempleo es un invento del maligno. Casada por fin y obligada a convivir un año al menos, la pareja falsa empieza a tener roces y a sufrir celos como los de cualquier pareja, lo que hace la situación aún más ambigua.

Por las nuevas mentiras que urde compulsivamente para salir del enredo producido por una mentira anterior, Enrique es tataranieto del Don García de La verdad sospechosa y del Dorante de Le menteur, pero en Una boda feliz a los líos de faldas se suman los malentendidos respecto a la identidad sexual de todos, padre de Enrique incluido. El plan de la obra está muy bien trazado, los chistes y los quid pro quo resultan divertidos, la versión de Juan Solo ni se nota (no parece una comedia traducida) y la escenografía y el vestuario son funcionales, pero todo ello serviría de poco sin la vis cómica y la contención de este equipo de actores. Antonio Molero está perfecto en su papel de augusto metido en líos y en un tris siempre de ser desbordado por la situación; Juan Solo es el astuto y comedido carablanca y el raissoneur que desliza su ocurrencia envenenada en los oídos de la pareja de clowns, y Agustín Jiménez, el gozoso contraugusto que se lleva una bonita colección de bofetadas: en su escena al teléfono hay un entreverado homenaje a Gila. Francesc Albiol, que podía al principio parecer un pelín acantonado en la rigidez de su fanático monsieur Loyal, está estupendo en su sorpresivo desdoblamiento de personalidad. Y para que no falte la extranjera exuberante de tantísimos vodeviles, el papel de Elsa, la nueva novia de Enrique, lo hace Celine Tyll, ex chica Interviú, que resuelve su parte con encanto. Gabriel Olivares empasta, acompasa y modula el medido trabajo del quinteto y aporta algunos gags visuales ingeniosos.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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