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Islandia, espejo roto

Las noticias que presentan a Islandia como un modelo para superar la crisis son una fantasía construida por Europa

El llamado “laboratorio islandés” ha sido una fantasía construida por Europa. Esta es la contundente conclusión de destacados activistas islandeses que en 2009 contribuyeron a derrocar el Gobierno y la cúpula bancaria que habían llevado el país a la bancarrota. Según ellos, las noticias que presentan a Islandia como un modelo para superar la crisis y regenerar la democracia es una simple proyección de otros países que, desmoralizados, necesitan mantener la esperanza buscando ejemplos a seguir.

El pesimismo reina en Reikiavik. La mayoría de los banqueros responsables siguen libres y la coalición que alimentó la burbuja volvió a ganar las elecciones la pasada primavera, solo cuatro años después de la catástrofe. La comisión de reforma constitucional topó con la impaciencia de una sociedad que quería soluciones inmediatas. Tampoco cumplió las expectativas el Gobierno paritario de la primera ministra Sigurdadóttir, en el que la aparente sensatez de las mujeres había llegado para corregir los destrozos de un exceso de testosterona.

La magnitud del desastre económico necesitaba tiempo, pero su Gobierno estuvo lastrado por divisiones internas, el choque con las élites tradicionales y la apelación al ingreso a la Unión Europea como una solución demasiado lejana para una sociedad con necesidades urgentes. En una población muy endeudada, la protesta ciudadana se esfumó ante la promesa electoral de una rebaja de los impuestos y del 20% de la deuda privada. En realidad, dicen los nuevos gobernantes, el crash de 2008 fue responsabilidad exclusiva de la crisis financiera mundial. El viejo régimen está de vuelta.

La dimensión del cataclismo de 2008 y la actual frustración de expectativas obligan a tomar nota de algunas lecciones interesantes

Aún así, Islandia sigue siendo un sueño comparado con la situación del sur de Europa. El desempleo allí es del 7% y el turismo está liderando la recuperación económica. Es una sociedad sin pobreza extrema y sin apenas crimen. Todavía es uno de los países más paritarios del mundo, en el que el 40% de presencia de la mujer en la vida pública ha sido compatible con una elevada tasa de natalidad. Su sistema público de educación, apoyado en una sociedad tradicionalmente culta, es una reminiscencia de un buen Estado del bienestar. El movimiento de protesta de 2009 no alcanzó mecanismos de democracia directa, pero reactivó la vida cultural y permitió ensayar nuevas formas de deliberación política transferibles a otros países.

Sin embargo, la dimensión del cataclismo de 2008 y la actual frustración de expectativas obligan a tomar nota de algunas lecciones interesantes.

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En primer lugar, Islandia es un ejemplo de las nefastas consecuencias de la connivencia entre el sistema político y el financiero. Islandia era un país ejemplar y sostenible a finales de los 80, pero la desregulación de los mercados globales dio alas a una élite política y económica que quiso mucho más: priorizó las finanzas no vinculadas a la economía productiva como motor de desarrollo, empezó a vender sus recursos naturales y alimentó una burbuja que favoreció la concentración de la riqueza en las capas superiores de la población, hasta que perdió el control.

En un país pequeño, y esta es la segunda lección, la conexión entre los dirigentes políticos y los económicos es especialmente peligrosa. La relación entre el tamaño del país y la calidad de la democracia es objeto de una amplia literatura sin conclusiones claras. Pero con 300.000 habitantes, Islandia es una gran familia en la que todo el mundo se conoce y está relacionado. Cuando todos pueden haber compartido parvulario, disminuye la capacidad de denuncia y es más fácil que fallen los sistemas de control. Islandia fue víctima de las complicidades, las mentiras y los pecados de su propia familia.

Finalmente, Islandia confirma que la regeneración democrática está íntimamente ligada a la buena gestión de los recursos naturales y energéticos. Central en la burbuja fue la construcción de una gigantesca presa hidroeléctrica levantada a costa del endeudamiento público. A cambio de unos pocos puestos de trabajo, se vendía energía muy barata a una empresa de aluminio estadounidense instalada en el país. Esta fastuosa obra pública, que regala el país a intereses lejanos, es hoy la imagen de la grandilocuencia que llevó al desastre y sigue siendo la mayor cicatriz en el paisaje y el alma de los islandeses.

En esta economía interdependiente, Islandia obliga a preguntar a quién y a qué precio estamos dispuestos a vender nuestro país.

Judit Carrera es politóloga.

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