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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las casas y el cuento de la eficiencia

En la Comunidad Valenciana, y en toda España en general, hemos sido muy eficientes construyendo viviendas a todo trapo, pero poco eficaces

Está claro. Nos movemos según lo que se lleva. “Trending Topic” lo llaman ahora. Se puso de moda lo sostenible y ahora le toca a la eficiencia. Como ya dijera León Felipe en sus versos, nos mecen la vida con cuentos.

Entre eficiencia y eficacia hay una buena diferencia. Uno puede ser muy eficiente haciendo algo, pero dejará de ser eficaz si lo que hace no sirve para nada. Por ejemplo, en la Comunidad Valenciana, y en toda España en general, hemos sido muy eficientes construyendo viviendas a todo trapo, pero poco eficaces. La contradicción, como aseguraban los antiguos griegos, es la madre de todos los conceptos. Nos lo apunta Susana Fortes en su magnífico libro Quattrocento.

Algo de esto debe de haber, pues en unos momentos como los actuales en los que vender una vivienda es más que difícil, el gobierno se acaba de sacar de la chistera un certificado de eficiencia energética como trámite a añadir en el proceso. Según un nuevo decreto, desde el pasado mes de junio, para poder alquilar o vender viviendas, éstas han de disponer de una etiqueta energética. Parece ser que, tal y como están, consumen demasiado. A buenas horas nos lo dicen.

Por supuesto que son necesarios los certificados de calidad constructiva. También deberían serlo los de calidad arquitectónica. Pero de ahí a supeditar la calidad de las viviendas a una etiqueta poco fiable y que no sirve para nada va un mundo. Tengo la sospecha de que, disfrazado de inquietud eco ambiental, sólo se trata de un cuento más a añadir a la lista para sacar dinero.

El problema es que lo edificado ya está hecho. Si de verdad les preocupara esa calidad que la sociedad demanda cada vez más, habría que incidir, además de en el aislamiento térmico, en aspectos como la seguridad estructural, la protección contra el ruido y contra incendios, o la accesibilidad para las personas con movilidad reducida. Lo que entendemos por confort no se reduce sólo a no pasar calor ni frío.

El funcionamiento de un edificio y su intercambio de energía con el medio en que se implanta es muy complejo. Entre otros muchos factores, depende de cómo, cuándo y dónde ha sido construido, de los materiales empleados, de orientaciones, vientos y lluvias, del entorno, de los patios y sus dimensiones, de la tipología de sus envolventes, del tamaño y número de huecos,

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Estará subordinado, además, a los usos y costumbres de sus habitantes, a la frecuencia con que abren o cierran ventanas, si las protegen con cortinas, marquesinas, toldos o persianas. Vendrá condicionado a si está en una calle de bares, si hay vecinos molestos o si a los pies tienes un casal fallero en prolongada juerga festera. Por más que nos empeñemos, un edificio no es una lavadora, ni mucho menos una nevera. Una casa no es un electrodoméstico, aunque en cierta época de ideales mecanicistas Le Corbusier la definiera como “la máquina de habitar”.

Ahora le han puesto precio a todo esto por decirnos inútilmente lo que tenemos. Doscientos o trescientos euros, o lo que sea. Ya hay quien está dispuesto a aprovechar ese decreto para medrar a costa de la precariedad en el empleo. No hace mucho leía atónito que una empresa de Valencia ofrece trabajo a arquitectos en condiciones esclavistas y obscenas. Es repugnante comprobar que en esta nueva jauría entre asociados y gremios consista la proclamada competitividad y el famoso libre mercado que promueven desde el gobierno para reactivar la economía.

Es verdad que una vivienda mal acondicionada contamina. Pero aún lo hace más que, sin ninguna falta, los vehículos particulares circulen por los centros de las ciudades para hacer trayectos de dos zancadas o se deje de invertir en infraestructuras porque no hay dinero. Leo en los diarios de la Comunidad Valenciana que el elevado coste de las obras y las pérdidas de su explotación hacen inservibles inversiones de la Generalitat de casi mil millones de euros, quedando inconclusas las infraestructuras de Alicante, Castellón y Valencia, ya que tanto el tranvía como el metro, por lo visto, no son rentables.

Se habla de eficiencia, pero poco de eficacia, sobre todo de eficacia urbana. Mientras el metro, el autobús o el tranvía son deficitarios y a la bici se le ponen trabas, por todas partes se emite basura y la ciudad se convierte en un estercolero. Pero según quieren hacernos creer, las culpables son las casas.

Soy muy descreído. Comenzaré a creer en las buenas intenciones medioambientales el día que vea que los políticos que las propugnan dejen de lado el despilfarro de sus coches oficiales, o sus yates de verano, y utilicen los transportes públicos como el resto de los humanos. Mientras eso no sea así, todo lo que digan, hagan e impongan por decreto no es más que hipocresía, palabras huecas, engaños y cuentos.

Vicente Blasco García, arquitecto y profesor de Construcción de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Valencia.

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