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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ciudad invisible

La subida de alquileres amenaza de cierre a locales emblemáticos y el paisaje urbano de Barcelona pierde

Mercè Ibarz

En algunas calles cuelgan ya banderolas que apelan al tricentenario del año que viene, año en que todo parece indicar que asimismo se celebrará la consulta soberanista. Las banderolas se aparean en un eslogan doble pensado para esta conjunción de historia y futuro: Viure / Lliure. Ciudadanos de diferentes edades, género y condición están representados bajo el verbo “vivir”, mientras que el adjetivo “libre” está impreso sobre un dibujo de raíz dieciochesca que evoca un posible ancestro del ciudadano fotografiado en la otra banderola. Me han sorprendido las banderolas justo cuando estaba pensando en la ciudad invisible en que se está convirtiendo Barcelona en tantos aspectos.

Una ciudad invisible que también tendrá su fecha clave en 2014. Será cuando venzan definitivamente los viejos contratos de alquiler de algunas de las tiendas más emblemáticas del centro y de muchos pequeños comercios en tantos barrios. La ciudad que fue. Claro que así son las ciudades, cambio y transformación permanentes. Pero incluso el poeta que dijo aquello de que una ciudad cambia mucho más rápido que el corazón humano (Baudelaire) se quedaría pasmado de ver que no estamos ante un cambio propio de la ciudad moderna, sino muy particular de esta Barcelona desmemoriada que parece creer que no hay que escatimar ni un céntimo ni un millón para recordar la destrucción del Born hace 300 años, pero que no hay por qué preocuparse de que desaparezcan los almacenes El Indio (calle del Carme).

Todo esto me lleva a aquellos dibujos de Perich sobre los incendios de bosques y la absoluta indiferencia de sus propietarios terratenientes

Desde luego, al Ayuntamiento parece darle igual que en Ciutat Vella y en el Eixample cierren tiendas, librerías, farmacias y bares de solera. Las banderolas de 2014 nos miran desde ya mismo, pero ni un céntimo será destinado a que recapaciten los propietarios de estos locales y mantengan en pie las historiadas sedes de tantos negocios que no han llevado ellos. Me acabo de referir a El Indio por razones íntimas, es la primera tienda de la que quedé prendada hace un montón de años, en los primeros tiempos de mi vida barcelonesa. Era entonces vecina de la ronda de Sant Pau, desde la que me iba cada día a la Rambla recorriendo la calle del Carme. Me tenía embobada la variedad humana del barrio y su contraste con las históricas piedras de la Biblioteca de Catalunya y de la calle Egipcíaques donde estudiaba y ligaba, y cuando llegaba a la altura de estos almacenes de estirpe colonial y modernista me quedaba un buen rato ante sus escaparates. Ahora me pongo a berrear, resulta que pronto cerrarán, se los llevará la piqueta, quién sabe qué franquicia abrirán en su lugar.

El asunto funciona así. Ciutat Vella y el Eixample están copados por la industria turística y los dineros que deja en la ciudad habría que ver por lo menudo quién se los queda. Casi todo va a parar a franquicias de ropa o bares. Y si bien la crisis en otros puntos de la ciudad ha permitido reconsiderar los nuevos alquileres, no sucede así en el centro. Si la chocolatería Farga (calle de Cucurulla) no puede asumir el nuevo alquiler, alguna franquicia lo asumirá. Me he movido a menudo por estas callejuelas y aunque ya no vaya tanto a la granja Viader de la calle de Xuclà la encontraré a faltar. O el Palacio del Juguete (calle de Arcs) o la pastelería La Colmena (plaza del Àngel) y el colmado Quilez y la mantequería Ravell de la calle de Aragó. Tampoco voy ya a los bares La Palma o al Muy Buenas pero, vaya, otros clientes me han sucedido. Todo esto me lleva a aquellos dibujos de Perich sobre los incendios de bosques y la absoluta indiferencia de sus propietarios terratenientes. Algo parecido sucede en Barcelona: los urbanotenientes (así los llamé en un cuento, permítanme el neologismo) han cobrado alquiler bajo a cambio de no hacer mejoras en sus viejas propiedades y ahora se van a resarcir dándolas al mejor postor turístico.

Italo Calvino dedicó un maravilloso libro a Las ciudades invisibles, las de la utopía necesaria: el deseo, la memoria, la sutileza... Barcelona podría estar entre las ciudades que rememoran a los muertos. Solo que estos de ahora mueren con deshonor, lo que no está contemplado ni en el libro de Calvino ni en los fastos del tricentenario. En fin, alcalde Trias: tómese un respiro este agosto y reconsidere el asunto. No sea que dentro de otro centenario deban los barceloneses reconstruir su ciudad, esa que, mal que bien, todavía existe.

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Mercè Ibarz es escritora

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