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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Y qué hace el Rey?

La madeja de intereses de Estado no debería ocultar las responsabilidades de España con el pueblo saharaui

La agenda de Alberto Fabra permanecía clamorosamente vacía a mediodía de ayer. No es de extrañar en alguien cuyo perfil cada vez se parece menos al de un presidente de la Generalitat y más al de administrador concursal de un país en quiebra. Por su parte, en la agenda del presidente del Gobierno de España aparecía la presidencia de una cumbre hispano-polaca, cuyo máximo interés residía en lo que pudiera decir Rajoy en la posterior conferencia de prensa precisamente sobre lo que no tuviera que ver sobre la cumbre. Es decir, sobre el innombrable, para él, Barcenas, el amiguito de los SMS.

Así que con un Fabra posant-li calces als polls y un Rajoy que lo único que de verdad preside es su propio funeral político, es lógico que la mirada se dirija hacia el Rey, que ayer, por primera vez desde la cacería de elefantes que tantos males le ha reportado, volvía a pisar suelo africano con su viaje a Marruecos. Un viaje en el que Juan Carlos I se presenta en todo su esplendor de monarca, acompañado de un séquito digno de un sultán de las Mil y una noches: cinco ministros, siete exministros de Asuntos Exteriores, 27 grandes empresarios, el director del Instituto Cervantes, el alto comisionado para la Marca España, el secretario general de universidades y varios rectores. Solo falta el Tato, sea quien sea el tal Tato.

Coincidiendo con la bajada al moro del Rey y sus 50 pachás, representantes de Coordinadora Estatal de Asociaciones Solidarias con el Sáhara (CEAS-Sáhara) y de organizaciones de derechos humanos, tenían previsto concentrarse ayer ante la puerta del Ministerio de Economía y Competitividad con el objetivo de denunciar e intentar paralizar la exportaciones de nuevos vehículos militares con destino a Marruecos. Unos vehículos militares con los que el ejército marroquí ha sofocado violentamente las protestas de la población saharaui en la antigua colonia española. El brutal desmantelamiento del campamento de Gdeim Izik y los juicios militares contra los resistentes saharauis han sido denunciados por las organizaciones humanitarias y de derechos humanos, sin que España o la UE le hayan tosido a Mohamed VI.

Sin duda las relaciones con Marruecos son de extraordinaria importancia, en lo económico y sobre todo en lo policial, pues no en vano España y la UE utilizan el reino alauí como estado tapón y represor, como un primer cordón policial frente a la emigración subsahariana, que dice mucho de la forma farisaica que tiene España y Europa de entender los derechos humanos. Únase a ello el valor de la información de los servicios secretos marroquíes sobre los grupos salafistas y se entenderá la “profundidad” de las relaciones entre ambos estados. Pero toda esa madeja de intereses de Estado no debería ocultar las responsabilidades de España con el pueblo saharaui tantas veces abandonadas. La salida de España del Sáhara en 1975 y la entrega de su población a Marruecos, con un Franco agonizante y un príncipe Juan Carlos por primera vez al frente de la Jefatura del Estado, fue cualquier cosa menos honrosa para España y piadosa para los saharauis. Desde entonces, el Estado español nada ha conseguido en favor de esas miles de personas condenadas a clamar en el desierto. Y este viaje, con toda su real pompa y circunstancia, no parece que vaya a servir para cambiar nada.

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