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la crónica
Crónica
Texto informativo con interpretación

Crímenes de papel

Los romances de ciego y los grabados que los ilustran eran el Youtube del siglo XIX

Exposición en la fundación Bosch i Cardellach de Sabadell.
Exposición en la fundación Bosch i Cardellach de Sabadell. BERTA TIANA

Hace cosa de un año publiqué en estas páginas un artículo sobre la banda de Jeroni Tarrés y sus crímenes, un grupo parapolicial que se dedicaba a dar palizas y a eliminar opositores políticos a mediados del siglo XIX. De resultas de aquel escrito recibí un amable correo del señor Josep Ache, donde me daba cuenta del fondo de literatura de cordel que guarda la fundación Bosch i Cardellach de Sabadell. Acompañaba su carta con cuatro pliegos escaneados, en uno de los cuales aparecía un personaje llamado Curro de la Playa, un quinqui avant la lettre de los muchos que poblaron la Barceloneta en aquellos años, tocado con larga barretina, un pantalón estampado con motivos taurinos y una larga navaja de muelles, protagonista de una canción en la que se jactaba de haber vencido al mismísimo Tarrés.

La Barcelona decimonónica, lejos de la idea convencional promovida por una burguesía falsamente ilustrada, fue un puerto peligroso, un lugar donde se hacían buenos negocios y circulaba el dinero. Aquel periodo de continuas revoluciones, bullangas y cuartelazos fue favorable para los hombres más arriesgados y temerarios. Los padres de los burgueses que pagaron el modernismo apenas era un grupo de emprendedores que igual invertían en ferrocarriles que en el tráfico de esclavos, en los barcos de vapor que en la trata de blancas o de armas. La sabiduría popular siempre ha tenido muy claro que trabajando nadie se hace rico, y muchos de aquellos curros de mirada turbia pudieron escapar de un destino miserable y adecentar sus linajes a golpe de navaja. Este mundo patibulario y violento saltó rápidamente a la literatura popular, con sus romances de crímenes horrorosos y su morbosa fascinación por los sucesos espeluznantes. Tras la muerte del rey Fernando VII y el debilitamiento de las censuras eclesiásticas, este género de narraciones alcanzó una gran celebridad. El tullido parado en la plaza, con dos cañas y un cordel del que colgaban las historias, se convirtió en una imagen clásica de nuestros pueblos y ciudades.

Como dicen los organizadores de la exposición que quiero presentarles, los romances de ciego y los grabados que los ilustraban eran el Youtube de aquellos tiempos, una forma de consultar noticias a la carta entre los muchos relatos que se acumulaban atrapados al cordel con pinzas de la ropa. Los ejemplares que se exhiben en la fundación Bosch i Cardellach proceden de la colección Pau Vila —una de las mejores en su género—, e incluye fotografías y ediciones facsímil de los originales agrupados según el tema, con apartados dedicados al humor y la moral, a la política, a milagros y catástrofes, o a crímenes e historias de bandoleros. De este último tipo se puede encontrar un romance de finales del siglo XVIII, sobre un hombre que mató a su mejor amigo porque ambos estaban enamorados de la misma mujer. O una canción de la Guerra del Francés dedicada a Josep Pujol —alias Boquica—, conocido como “el más bárbaro catalán” por la crueldad con que asoló la Garrotxa al frente de su partida.

Conforme la sociedad fue desplazándose hacia las ciudades, la literatura de cordel dejó al bandolero y comenzó a narrar asesinatos y sucesos tremebundos. Por ejemplo, el “Horroroso lance en Gerona con una joven de 25 años que llevaron a enterrar sin estar muerta todavía” de 1842. La “Venganza cruel que quiso iniciar a su amante para dar muerte a su padre y su madre, porque no la dejaban casar” de 1850. O la “Relación de desafíos, hazañas y valentías del más jaque de los hombres: Francisquillo el Sastre” de 1853. De muchos de estos sucesos y personajes apenas sabemos nada, otros consiguieron traspasar el tiempo y dejar huella allí donde tuvieron lugar. Este sería el caso del célebre asesinato del Mas Guinardó, un crimen acaecido en 1857 en la masía que dio nombre al barrio barcelonés, cuando un grupo de ladrones prendió fuego a la casa con una pobre anciana dentro. O el asesinato de seis jóvenes en el pueblo de Folgueròles en 1858, asaltadas mientras regresaban de trabajar en una fábrica vecina de Roda de Ter. Las adolescentes fueron atacadas por dos jóvenes armados con navajas, que las obligaron a acompañarlas hasta un lugar solitario para matarlas. Al parecer, el motivo fue que una de las chicas había cortado su relación sentimental con uno de los asesinos, y este decidió vengarse. Tres de ellas murieron y las otras tres resultaron gravemente heridas, mientras ellos fueron prendidos y ejecutados a garrote.

A veces —al estilo de la banda de Tarrés—, los crímenes tenían motivaciones políticas, como en el caso del asesinato del alcalde de Ripollet en 1858, a quien un sicario pagado disparó por la espalda. En otras ocasiones se narraban las peripecias de atracadores famosos como Felipe Bes —alias Cassola—, un criminal despiadado que sembró el pánico entre los habitantes de la Terra Alta. Aunque los más populares eran los crímenes pasionales y con detalles escabrosos, como el asesinato de la calle Aurora de 1871, cuando se descubrieron los restos descuartizados de una muchacha de aquel vecindario desperdigados por las huertas de Sant Bertran (el actual Paral·lel y Poble Sec). O el crimen de la calle del Conde del Asalto de 1872, cuando se encontró una cabeza en las mismas huertas al pie de Montjuïc que resultó ser de un hombre acomodado a quien su criada y su novio habían cortado a trocitos para hacerse con sus bienes. Una de las piezas más modernas narra la sentencia y muerte de Juan Pujol —alias Panxa-Ampla o Panchamplá—, el último bandolero catalán recordado por el pueblo como una especie de Robin Hood de las tierras del Ebro. En definitiva, una colección de antiguos sucesos y tragedias que puede verse hasta octubre de este año en la fundación Bosch i Cardellach, en la calle de Industria, 18, de Sabadell.

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