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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Irse de la lengua

Al final siempre hay alguien que termina por hablar o dar indicios de que se dispone a hacerlo

De entre todos los despropósitos de las corruptelas que nos invaden el más pintoresco es sin duda el que prefiere creer que nunca se sabrá nada, como si estuviéramos ante un concurso televisivo trufado de no se sabe bien qué impunidades previstas, como si a la gente no le encantara largar en circunstancia y como si disponer de una información secreta baste para creer que jamás habrá de ser revelada. Se ha repetido hasta la saciedad que para consumar un proyecto corrupto se necesita al menos de dos personas que protagonicen el asunto, y que por tanto el secreto siempre correrá el riesgo de dejar de serlo. Así que irse de la lengua, locución de mucha raigambre entre nosotros, viene a demostrar que las secretarias no carecen de oído, que los subordinados de confianza gozan de una visión excelente, y que hasta los taxistas tienen una memoria prodigiosa, de modo que la tropelía que se acaba de ejecutar dispone siempre de más testigos de lo que parece (al fin y al cabo el chófer oficial de cualquier cargo político o financiero dispone de más información sobre los desplazamientos de sus jefes de las que éstos desearían), y al final siempre hay alguien que termina por hablar o dar indicios de que se dispone a hacerlo ante la contrariedad de sus jefes.

Una contrariedad que en lugar de refugiarse en la decencia (me han pillado, y debo pagarlo) recurre a un tedioso repertorio de argucias por su querencia a la repetición: no sé de qué me está hablando, no tengo nada que ver con ese asunto, quizás tendría algo que ver pero soy inocente, estamos ante una insidia mediática, no voy a dimitir, que la justicia diga lo que tiene que decir y ya veremos. Es una actitud, quizás aleccionada, en la que no sólo resulta sorprendente la ingenua seguridad de que en jamás de los jamases llegará a saberse nada de lo acontecido sino la confianza depositada en una pléyade de compinches que precisamente porque han contribuido a la comisión del delito (muchas veces de manera decisiva) ya no se resultan fiables y acaso convendría, según la relevancia del caso, deshacerse de ellos de una vez por todas antes de arriesgarse a que se atrevan a desmontar el tinglado de la antigua farsa. Se requiere de mayor habilidad y algo de inteligencia sensata para tapar un delito que para cometerlo, y por ahí colaría no la presunción de inocencia sino la pretensión de que nada habrá de pasar si se descubre, ya que al fin y al cabo cualquiera de los nuestros o de los suyos haría lo mismo o lo ha hecho ya o piensa hacerlo porque eso también forma parte del oficio de los representantes de la ciudadanía, o del gran dinero, etc.

A partir de ahí, cunde el desaliento entre las personas honradas que por necesidad birlan unos plátanos en el puestecito de un chino. Y porque si nuestros más honorables representantes, políticos o no, no vacilan en arramblar con los dineros públicos, como si el Estado fuera una ONG inconfesa, entonces es que todo debería estar permitido. Será que todavía se creen jóvenes en el crimen, como decía Macbeth a su esposa.

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