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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

‘Juan’ y ‘Salvador’, gaviotas

La presencia de dos pollos de gaviota y sus solícitos progenitores nos ha animado durante dos meses el cambio de sede de EL PAÍS

Jacinto Antón
La gaviota se come a la paloma.
La gaviota se come a la paloma. jacinto antón

“¡Corred, que le ha arrancado la cabeza!”. Me precipité a la ventana y, efectivamente, le había arrancado la cabeza y enterraba la suya con fruición en el pecho de su víctima, deleitándose con los sangrientos despojos. No era una escena muy edificante pero resultaba instructiva. Además, aquella matanza era para alimentar a los niños.

La presencia de dos pollos de gaviota y sus solícitos —y asesinos convictos de palomas— progenitores nos ha animado durante dos meses el cambio de sede de EL PAÍS a las nuevas instalaciones en el edificio de Ràdio Barcelona en la calle de Casp. Reacio como soy a cualquier modificación de mi rutina, sobre todo si incluye trasladar mis lares y penates, en forma de mil recuerdos, libros y cachivaches, incluido un modelo de Tiranosaurio Rex, la mudanza me supuso un trauma que me han ayudado a superar las aladas criaturas. Aparte de que aquí tenemos más luz y hemos duplicado las máquinas de refrescos, ha sido como desembarcar en un reportaje de National Geographic.

He observado durante todo este tiempo a la pareja de gaviotas urbanas y su progenie y ver la manera en que la vida sale adelante me ha dado muchos ánimos.

No sé quién fue exactamente el primero que, mientras desembalábamos libros y deshacíamos cajas, avisó de la presencia de la familia de aves. Incluso puede que fuera yo. El caso es que la sucesión de amplios ventanales que asoman al patio interior y que compartimos la sección de cultura, la de opinión, los alegres compañeros del diario As y el ombudsman —toda una tropa— arrojan unas vistas interesantes. En buena parte dan al tejado de uralita de un edificio anexo coronado por una casucha para el aire acondicionado rematada por un depósito de agua y unas chimeneas. Un paisaje de primera. La pareja de gaviotas adultas se turnaban en el nido que habían construido sobre la casucha. Supongo que no encontrarían nada mejor, la vivienda está como está.

Un pollo desapareció. Quizá resbaló, o lo atrapó un gato, o un comando de palomas como represalia

Nadie —y mira que somos un montón de periodistas— parecía haberse apercibido de que las crías habían nacido hasta que un día que miraba por la ventana descubrí lo que parecía una imitación en miniatura y en feo de un pájaro dodo (a la sazón extinto). ¡Un pollo de gaviota!, exclamé temblando de entusiasmo. A mis gritos acudieron hasta los de la sección de local, creyendo que en cultura por fin teníamos una noticia. Resultó que eran dos, los pollos, tan desgarbados, regordetes y cenicientos el uno como el otro. Deambulaban alrededor de la casucha, pensando en sus cosas de pollos, mientras sus padres los vigilaban, y se refugiaban bajo el depósito cuando estos salían de correrías. Bauticé inmediatamente a las crías como Juan y Salvador en homenaje a la gaviota de referencia, la conspicua, aunque algo pelmaza en su obsesión perfeccionista por el vuelo, criatura de la novela de Richard Bach, aquel best seller de nuestros años mozos, Jonathan Livingstone Seagull, hecho película (1973) con música meliflua de Neil Diamond. Permítanme un inciso para explicarles que el escritor, expiloto de combate estadounidense y profesor de Filosofía del vuelo (?), al que para ser sinceros yo creía ya muerto, sufrió el año pasado un tremendo accidente de aviación en su pequeño Easton SeaRey anfibio, del que actualmente se recupera. No se ha confirmado que chocara con una gaviota (responsables en el 30% de las colisiones aéreas con aves en EE UU).

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Juan y Salvador, a los que los compañeros del As se referían mucho más prosaicamente y con retranca como Marianín y Sorayita, se convirtieron en mi atracción diaria. Me pasaba mucho rato contemplándolos en sus idas y venidas por la azotea vecina. Me miraban con una aprensión que no conseguí que deviniera afecto pese a mis mohines cariñosos y mis saludos en su parloteo gaviotil (ge-ge-ge, guiáo). Un día traté de llegar hasta ellos, pensando que quizá podría sexarlos, encaramándome a la mesa del ombudsman e intentando salir por su ventana de guillotina (!). Los pollos parecieron palidecer —o estaban ya cambiando el plumaje— y los vigilantes progenitores comenzaron a agitar las alas y chillar estridentemente como si me hubieran confundido con Tippi Hedren. Retrocedí rápidamente y me limité a arrojarles un Bollycao en son de paz.

La observación pormenoriza de los pollos, plasmada en un diario de campo que no descarto publicar en Nature (“30 de abril, 11.00 h, pollo da una vuelta, defeca, actitud pensativa, regurgita”), tenía sus momentos de intensidad cuando los padres capturaban alguna paloma despistada procediendo a desmembrarla atrozmente. No por habitual la escena era seguida con menos entusiasmo en la redacción, pues suponía una novedad en nuestra rutina. Acodados en la ventana, comentábamos la jugada (“uh, eso son las entrañas”), las chicas ponían cara de asco e indefectiblemente alguien soltaba lo de que las gaviotas son las ratas del cielo (por no hablar de que transmiten la salmonella, véase Gulls in urban environmeents: landscape-level management to reduce conflict, US Departament of Agriculture, 1997).

Hasta los del As, gente de deportes, de natural ruda y estridente, han caído en un silencio apesadumbrado

Un día uno de los pollos desapareció. Simplemente ya no estaba allí. Quizá resbaló y cayó, o lo atrapó un gato, o un comando de palomas enviado en represalia. Cosas más raras se han visto: al gran Audubon, pionero de la ornitología, le mató a su loro, llamado Pretty Polly, un mono celoso. Como no tenía ni idea de cuál de los dos era el finado —los pollos de gaviota se parecen mucho— pasé simplemente a denominar al superviviente Juan Salvador. Más difícil lo tuvieron para renombrarlo los del As.

Finalmente, también hemos dejado de ver al otro pollo. Este sin duda se ha marchado ya volando. Los últimos días ejercitaba las alas. De hecho, los padres también se han ido. Así es la naturaleza. Imagino a Juan Salvador convertido ya en un as de la acrobacia aérea al que acaso pueda dedicar Bach una continuación de su libro, incluso, porqué no, un remake de la película protagonizada ahora por nuestro independizado pollo. La verdad es que me sentía muy triste sin la familia de gaviotas. Hasta los del As, gente de deportes, de natural ruda y estridente, han caído en un silencio apesadumbrado.

Y entonces, llegó la llamada de Paco Llonch para decirme lo del nido con polluelos en la terraza del hotel Alma. Corrí a verlos. Estaban en un nido escondido bajo la hiedra en un macetero. Paco apartó con delicadeza las hojas y pude ver los pajaritos, cinco, que piaban con los picos abiertos. Eran crías de lavandera blanca (Motacilla alba). La madre nos vigilaba inquieta desde el muro de la terraza, agitando la cola. Mudos ante aquella tierna explosión de vida en miniatura, Paco y yo nos miramos, embargados de una extraña emoción. Carraspeamos a la vez, embarazados. El futuro de la nidada de lavanderas blancas no está claro. La semana que viene la terraza del hotel se abre al público y habrá copas y disc-jockeys, lo que no parece compatible con la tranquilidad que requiere sacar adelante una familia. Ya he avisado de que si hay desahucio, conozco una vivienda con vistas que han dejado otras aladas amigas...

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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