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Ginferno bajo el volcán

Tras 15 años de atípica carrera como exponente libérrimo del ‘underground’ madrileño, el grupo edita su disco más divertido y accesible, ‘Erta Ale’

Los integrantes del grupo madrileño Ginferno.
Los integrantes del grupo madrileño Ginferno.Mariano Regidor

Si la música underground, por definición, funciona al margen de criterios comerciales e implica una libertad creativa total y cierta tendencia a la experimentación, entonces no lo duden: Ginferno son un genuino grupo del underground madrileño. Autores de tres álbumes en sus 15 años de atípica carrera, el reciente Erta Ale lo firman junto a un cuarteto de saxofones (Los Saxos del Averno) y es una gozosa ensaladilla de estilos que abarca jazz etíope, swing, rock garagero, funk, rockabilly, etc. También es su disco mas accesible, producto de una lenta evolución desde que eran un abrasivo trío instrumental de algo parecido al surf rock: “Al principio vaciábamos las salas. Era muy divertido tocar aquello, pero era infernal”, confiesa Daniel Fletcher, guitarrista de 41 años: “Los primeros tres años nos dedicábamos a la improvisación ruidista pura y dura. Luego quisimos darle más forma a todo”. “Yo he visto gente que ha pasado miedo viendo a Ginferno en directo”, confirma con un poco de guasa Kim Warsen, un sueco de 31 años que llegó a Madrid hace ocho años tras viajar por Europa y percatarse de que, a diferencia de París o Berlín “donde toda la música está muy diseñada”, la escena musical de Madrid no tenía “compromiso ninguno y sí cierta anarquía estética”. Desde 2006 es la voz de Ginferno, cantando en inglés y en sueco sus historias de conflicto, espiritualidad y amor. “Bueno, no soy capaz de escribir una canción de amor, no sé lo que es el amor, pero al menos voy descartando lo que no es”, cuenta Warsen: “En este disco, por ejemplo, hay una canción de amor hacia [el boxeador] Sugar Ray Robinson, sobre querer amarle, no darle de hostias”.

En estos 15 años, Ginferno han vivido inmersos en un eterno proceso de prueba y error: “No vivimos de la música, así que hay que plantearse retos que nos diviertan, y somos un grupo que va a tierra quemada, intentamos no volver a pasar por el mismo sitio dos veces”, cuenta Fletcher: “Hemos colaborado con muchos músicos: unos se iban espantados después del primer ensayo, otros se quedaban unos meses... Y a uno lo tuvimos que expulsar porque robaba bolsos después de los conciertos”.

El nombre de este último trabajo es el de un monte volcánico etíope

Warsen, cuenta Fletcher, llegó a su primer ensayo con una plancha de metal y una maquinilla de afeitar. ¿Como armas defensivas, tal vez? “Para tocar con ellas. No iba con la idea de cantar”, dice el sueco, que ya participó en el anterior álbum de Ginferno, Mondo totale, grabado seis años después del debut de 2003, un periodo de tiempo inusualmente largo. Daniel Fletcher lo explica: “Siempre nos lo hemos pasado muy bien ensayando y pensando en el directo. No teníamos una exigencia sobre cuándo publicar algo, íbamos dejando trabajos grabado y seguíamos componiendo y metiéndonos en todo tipo de proyectos como la banda sonora de El árbol, de Carlos Serrano, llegamos a considerar hacer música para una obra de marionetas”...

Hacia 2005, Ginferno fueron incluidos en dos recopilaciones sobre la escena subterránea madrileña. La atención mediática, que otros hubieran aprovechado editando un disco a renglón seguido, a ellos les echó para atrás. “Aquello tuvo muchas cosas positivas y nos facilitó hacer esos proyectos surrealistas”, señala Fletcher, “pero también nos provocó sensaciones extrañas, porque cuando le pones nombre a una escena ya tiene fecha de caducidad. Así que dimos un paso atrás y nos dedicamos a ver hasta dónde podíamos llegar”.

Grupo mutante por excelencia, se fueron algunos de sus miembros y llegaron otros, como Javier Díez-Ena (contrabajo) o Dani Niño (saxo barítono), y se produjo “un cambio de mentalidad: nos dimos cuenta de que en la industria de la música si no tienes producto cada cierto tiempo es difícil que nadie se entere de lo que haces”. Así, tomando desvíos insospechados, llegaron al sello madrileño gourmet Lovemonk (su jefe Borja Torres les califica como “suficientemente marcianos y majetes como para estar en Lovemonk”) y a este Erta Ale, titulado por un volcán etíope: “Cuando nos juntamos para calificar lo que había salido coincidimos en adjetivos como explosivo, luminoso, magmático, subterráneo”, cuenta Fletcher: “El único concepto que podía aunar todo eso era un volcán, y tengo un hijo de 6 años con el que comparto el amor por los volcanes, así que buscamos nombres y Erta Ale suena bien y es bastante único, pues es de los pocos que tiene un campo de lava muy extenso en activo”.

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