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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Juan Cotino

Su sonrisa, primero beatífica, al final se le agrió y de su silencio elocuente aprendimos mucho

Ya todos lo saben. El pasado domingo pudimos ver un programa dedicado al accidente del Metro ocurrido en Valencia en 2006. Los responsables de la emisión fueron Jordi Évole y su equipo (ayudados localmente por Barret Films y los jóvenes empleados de la productora). Hicieron historia. Hicieron historia en el doble sentido de la expresión: por una parte, el programa tuvo máxima audiencia; por otra, Évole investigó, entrevistó, haciendo crónica. El resultado fue un producto periodístico de excelente factura y gran efecto.

Desde la emisión, muchos nos hemos preguntado qué no habíamos hecho hasta ahora por las víctimas y sus familiares. Tal vez, la cuestión ha servido para sacarnos de la modorra. El próximo 3 de mayo, en la plaza de la Virgen de Valencia, hay convocado un acto de concentración por las víctimas. Como todos los días 3 de cada mes. A las 19.00. Allí estaremos, irritados. Irritados con los responsables políticos de aquel accidente e irritados con nuestra actitud.

A Jordi Évole se le ha cotejado con Michael Moore. La comparación suele ser malévola, no porque el periodista catalán carezca de habilidades, sino porque obraría como el cineasta norteamericano. Con tretas, con exageraciones, realizaría reportajes sesgados en los que los villanos caen en la trampa. Tal vez, muchos de ustedes recuerden el encuentro de Moore y Charlton Heston a propósito de las armas de fuego: para ridiculizar la postura de la Asociación Nacional del Rifle, el entrevistador sacaba lo peor de un Heston senil e instintivamente agresivo.

Pues no. Yo no creo que Évole y Moore sean comparables. El periodista español, valiéndose de su olfato e ironía, entrevista afablemente. Tiene recursos: es listo, es bajito, parece poca cosa, un humilde profesional. Sus preguntas no son tramposas, sino directas, corteses y envolventes: hace caer en contradicción a quien no dice o incluso miente. El montaje de sus programas suele tener algún exceso enfático, sí. Pero su habilidad para relatar lo que quiere contar es muy grande. Sus historias son sencillas, pues tratan de la condición humana, del embuste, de la arrogancia, del coraje, del valor. Contar una historia es muy difícil: has de poner a cada uno en su sitio, en su papel, sin convertirlo en marioneta.

Jordi Évole intentó entrevistar a Juan Cotino para el programa del Metro. El político opuso resistencia ante las preguntas insistentes del periodista. Permaneció mudo, aparentemente impasible. Su sonrisa, primero beatífica, al final se le agrió y de su silencio elocuente aprendimos mucho. “Los políticos de campanillas se saben permanentemente observados, el tintineo es constante”, digo en La farsa valenciana (2013). “Pero a la vez burlan ese escrutinio con empaque. ¿Qué es lo que hacen? Una parte de sus andanzas se urden fuera de los focos, fuera de las tablas; pero al tiempo, cuando se dejan iluminar o cuando se presentan, a algunos los vemos como una compañía de farsantes”.

En el programa de Évole, Cotino parecía el mudito de los payasos, aunque sin gracia, sin arrestos, como un presuntuoso con poder. Pero también como un figurante que ignoraba su papel, un actor sin guión haciendo muecas. En fin, no sé si era un farsante de escasas luces o un político de pocas campanillas.

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