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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Nino Bravo

Jamás alcanzó la treintena y yo dejé de ser joven hace varias décadas

Yo lo veía con mucha frecuencia. Me asomaba al balcón de la casa que habitábamos en Bétera y allí estaba. Era Nino Bravo. Llegaba con un coche de grandísimas dimensiones. No recuerdo si un Dodge Dart, el vehículo americano fabricado en Villaverde por Barreiros. Los más refinados pilotaban BMW, importados. Con un modelo de esta última marca, recién adquirido, se mató el cantante en abril de 1973. Yo envidiaba el coche alemán: mi primo Fermín, el de Andorra, venía a recogerme con uno de estos autos y me llevaba al pueblo de mi padre. Me sentía como un potentado, como un magnate que volvía a la tierra de sus mayores. Pero no quería hablarles de eso, sino de Nino Bravo.

Llegaba, ya digo, con cierto ruido. Su coche contrastaba con los turismos humildes que allí había estacionados. Bajaba saludando, repartiendo besos, firmando fotos. Desde mi balcón, yo lo veía alto y desenvuelto. Vestía camisa y pantalones vaqueros, con un toque casual que no era el de sus conciertos o actuaciones. Los tejanos que llevaba eran, por supuesto, acampanados, con esa audacia estética de entonces. Y calzaba zapatos o botas con plataforma que le daban un aire temerario. Su media melena, siempre lacia, era la misma a la que yo estaba condenado.

Acudía allí, al costado de mi casa, para hacerse los trajes. A medida, desde luego. El virtuoso de la tijera era el sastre Roldán, un auténtico perito que había adquirido fama comarcal y del que nosotros éramos orgullosos vecinos. También mi padre se hacía allí los ternos hasta que murió Roldán: ya nunca llevaría pantalones o americanas tan bien cortadas, me dijo un día.

Meses después del fallecimiento del cantante se celebró un concierto de homenaje en la plaza de toros de Valencia. Con mucha antelación, mi padre había adquirido las entradas, tales eran el dolor y la expectativa. Allá fue la familia y allá me emocioné con los restantes espectadores, con el gentío.

Yo nunca había sido mucho de Nino Bravo: tarareaba, sí, sus canciones porque a fuerza de radiarlas acababas conociéndolas. Pensaba que era un ídolo para otras generaciones, para mis padres: joven valenciano natural de Aielo de Malferit, dotado de potentísima voz y buen repertorio, triunfa. Pero lo contracultural y lo rebelde no pasaban por un solista bien trajeado que cantaba a Noelia, a la América que era un edén, a la tierra, mi tierra.

Han pasado muchos años y yo soy más viejo de lo que él nunca pudo llegar a serlo. Lo pienso y me da un respingo. Jamás alcanzó la treintena y yo dejé de ser joven hace varias décadas. Mentiría si dijera que ahora me atrae más que entonces, que solo me gustaba lo justito. Pero admito que escucho sus canciones sin condescendencia, sin esa falsa superioridad del niñato.

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Hay una novela de Javier Marías que empieza así: “Dos de los tres han muerto desde que me fui de Oxford”. Podría parafrasear ese íncipit para acabar diciendo que tres de los tres han muerto desde que me fui de Bétera: Nino Bravo, el sastre Roldán y mi señor padre. Bétera no era Oxford y ninguno de los tres era tan sofisticado como los personajes de Marías, pero, ah amigos, siento la misma pena, esa congoja por un mundo ya desaparecido y entonces aún potencial: la Valencia de los setenta.

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