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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Niño católico

A la Iglesia le ha gustado exhibir poder y riqueza, un estilo teatralizado en la pompa de la Semana Santa

Un nazareno de la hermandad de Santa Genoveva, en Sevilla.
Un nazareno de la hermandad de Santa Genoveva, en Sevilla.marcelo del pozo (reuters)

Cuando yo era niño y llegaba la Semana Santa, sólo ponían rezos y música clásica en la radio. Eran días funerales, y parece que esa música es la más adecuada para la muerte. El gran historiador de arte Ernst H. Gombrich presumía de haber sido quien comunicó a Churchill y al mundo la noticia del final de Hitler, y contaba una anécdota musical. Trabajando en los cuarteles de la BBC, analizaba desde algún lugar de Inglaterra las transmisiones de las emisoras alemanas durante la II Guerra Mundial. En la primavera de 1945 la radio berlinesa anunció una inminente declaración de suma importancia y empezó a transmitir lo que Gombrich llama “música solemne”. Hombre culto, el historiador de arte identificó la pieza en cuanto oyó las primeras notas: el adagio de la séptima sinfonía de Bruckner, dedicado a la muerte de Wagner. Aquella música únicamente podía significar dos cosas: o Alemania se había rendido, o Hitler había muerto.

El Domingo de Resurrección nos compraban a los niños una campanas de barro para celebrar en la calle y con música el acontecimiento que se celebraba ese día. La Semana Santa era una época espectacular, aunque estuvieran obligados a cerrar los cines que no echaban películas de santos. Nos entretenían los colores de la mascarada callejera y las imágenes de las iglesias envueltas en sudarios morados, como se hacía entonces. Los ritos católicos se volvían muy interesantes, fundamentados en mitos de extraordinaria potencia. El sentido católico del espectáculo es viejo, y enorme, incluso cuando es recatado y casi secreto. En Cádiz, muy cerca de la plaza de San Francisco, en la calle del Rosario, confundido con las casas, está el oratorio de la Santa Cueva, de finales del siglo XVIII: una iglesia y una capilla subterránea, escaleras empinadas y rincones por donde sopla un aire masónico, de conspiradores, tan abundantes en la España de la Constitución de 1812.

Los cofrades del oratorio, los disciplinantes de la Madre Antigua, le encargaron a Joseph Haydn una música para sus meditaciones sobre la Pasión de Cristo, y el maestro les mandó Las siete palabras de Nuestro Salvador en la Cruz, estrenada en la Santa Cueva en 1786 o 1787, según cuenta Marcelino Díez. Lo que más le preocupaba a Haydn en su empresa sacra era entretener, no aburrir al auditorio. Sabía que el rito es una rama del espectáculo y que su música iba a sonar en un espacio cubierto por cortinones negros e iluminado por una única luz que bajaría del cielo, el escenario idóneo para una fantasmagoría. Remató la pieza con un final de teatro melodramático, Il terremoto, que en la versión que estoy oyendo dura un minuto y cuarenta y siete segundos. Se acabó.

La Iglesia cambia sutilmente sus dogmas míticos, pero mantiene un inmovilismo recalcitrante

Fui un niño católico. Siempre que digo esto, hablo por mí mismo y cito una canción de la Jim Carroll Band: “Fui un niño católico, redimido por el dolor, no por la alegría”. Como el arte en general, las canciones existen para que nos demos cuenta de cuáles son nuestros sentimientos. Leonardo DiCaprio ha sido Jim Carroll en el cine, como ha sido Arthur Rimbaud, Tobias Wolff, Howard Hughes, Luis XIV o J. Edgar Hoover. De mi fe de niño me ha quedado el asombro (incómodo, diría yo) ante lo poco conservadora que es la Iglesia católica con sus dogmas: cuando voy a un funeral, por ejemplo, no oigo hablar de la resurrección de la carne, sustituida por eufemismos y divagaciones que tienen poco que ver con mi religión de adolescente. Cuando veo comulgar, la actitud de los fieles me demuestra que nadie cree en el misterio de la transubstanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de un Dios. Esos dogmas pertenecen a los mitos literarios universales, como el Pegaso o la conversión de Daphne en laurel. ¿Por qué los olvidan? Son el nexo que une la religión con el espectáculo, que sin ellos se vuelve banal.

La Iglesia católica cambia sutilmente sus dogmas míticos, lo que podría dejar intacto sin hacer daño a nadie, pero mantiene un inmovilismo recalcitrante en lo que se refiere a las costumbres. Le costó y le cuesta mucho aceptar la libertad de expresión y otros hábitos democráticos, siempre próxima a los dictadores derechistas y beatos, aunque sean criminales. Le ha gustado mucho exhibir poder y riqueza, un estilo teatralizado popularmente en el oro y la plata y la pompa de las procesiones de Semana Santa. ¿Es fundamental para la religión católica la exclusión de las mujeres de la jerarquía eclesiástica? ¿Es fundamental la obsesión con el sexo procreador, que convierte a la mayoría de los católicos en hipócritas sujetos a una doble moral?

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¿Es fundamental para la religión católica la exclusión de las mujeres de la jerarquía eclesiástica?

Justo Navarro es escritor.

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