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Brahms y Ravel en un fin de semana de partitura doble para la Sinfónica

Con Orozo a la batuta y Perianes al piano, la OSG cuadro dos brillantes conciertos el viernes y el sábado

El director de la Sinfónica, Andrés Orozco, durante uno de los recitales del pasado fin de semana.
El director de la Sinfónica, Andrés Orozco, durante uno de los recitales del pasado fin de semana. MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ

La Orquesta Sinfónica de Galicia, dirigida por Andrés Orozco Estrada, celebró el pasado fin de semana los conciertos de sus abonos de viernes y sábado con un programa que comprendió El sueño de un bailarín, de Francisco Escudero; el Concierto en sol de Maurice Ravel, acompañando al pianista Javier Perianes, y la Sinfonía nº 2 de Johannes Brahms. La obra de Escudero alterna tuttis de festiva brillantez con otros más serenos en los que surgieron hermosos solos del oboe de David Villa, el violín de Ludwig Dürichen, el clarinete de Juan Ferrer y la flauta de Claudia Walker, que precedieron al final, entre onírico y nebuloso, del chelo de Ruslana Prokopenko.

Fue un acertadísimo aperitivo antes del primer plato fuerte, el concierto raveliano, del que Javier Perianes hizo una espléndida versión. Perianes estuvo técnicamente impecable de principio (con esos brillantes glissandi y la increíble sutileza de sus arpegios) a fin. Y junto a Orozco y la Sinfónica hizo fluir poéticamente la música de Ravel, intrincada y multiforme, en un tobogán de expresividad sonora que alcanzó su mayor profundidad en el recogimiento del Adagio assai central y su intensidad expresiva -plasmada en una paulatina intensificación dinámica, de crecimiento apenas perceptible- a la que contribuyó de manera decisiva el solo de corno inglés, inmenso en todos los sentidos, de Scott MacLeod.

La agitada brillantez del Presto fue catapulta de los ánimos de músicos y público, que estalló en una ovación muy calurosa. Perianes, tras salir del escenario y regresar a él, correspondió regalando una preciosa versión de La muchacha de los cabellos de lino, de Debussy.

Con esa primera parte era lógico que el clima inicial de la Segunda de Brahms tuviera un precioso aire de suspensión sonora, con el canto de trompas y maderas flotando sobre la sutileza como de niebla matutina de la cuerda. A partir de ella surgió toda la fuerza de Brahms, con excelente control de sonido, alternando las dosis justas de pesantez con la precisa ligereza en la densidad orquestal característica del de Hamburgo.

Y todos los sentimientos escritos en su partitura -pasión contenida, ternura, fuerza indomable y el precioso lirismo del Adagio non troppo, que Orozco salpicó con momentos de un cierto dramatismo - tuvieron su reflejo en la brillante y personal versión de Orozco. La respuesta de la Sinfónica a las demandas del director colombiano tuvo toda su acostumbrada ductilidad y el toque de gracia de las grandes noches.

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