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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Corrupción o democracia

"La combinación crisis-corrupción es explosiva. Y puede acabar produciendo una reacción igualmente violenta"

Con este titulo, -con adversativa y sin signos de interrogación-, se celebró la pasada semana un debate en el Colegio Mayor Rector Peset, organizado por Valencians pel Canvi. Algunas de las reflexiones que siguen tuvieron ahí su génesis.

La corrupción indigna. Y con toda razón. Sucumbir a la tentación de obtener una ganancia económica aprovechándose de una posición de poder proba­blemente sea un fenómeno tan antiguo como la misma humanidad; casi consustancial a ésta. Por eso –aunque no solo por eso- el poder está sometido a controles. Y no es concebible un estado democrático serio donde no funcionen esos controles. Cuando estos fallan tan estrepitosamente como parecen estar fallando ahora, se corre el riesgo real de que el fenómeno arrastre todo el sistema hacia el abismo. Quien piense que estas palabras son exageradas puede mirar hacia México o América Central. Solo una respuesta judicial adecuada y un radical cambio de comportamiento político podrá devolver las aguas a su cauce.

La actual crisis económica tuvo su origen, y se ha agravado hasta alcanzar unas cotas difícilmente imaginables al principio, en la corrupción. Es menester recordar que estamos ante una crisis generada desde el sistema capitalista y que pretende ser “resuelta” desde el propio sistema. Es más, se mantiene la tesis, probablemente indiscutible, de que lejos de constituir un final de ciclo sistémico, está comportando la consecuencia opuesta: el desmantelamiento del Estado del bienestar, del Estado social de Derecho.

El sistema parece obedecer a la consigna de acabar con las concesiones a las que durante muchos años se ha visto obligado para lograr sobrevivir. Sin duda ha sido ésta la mayor manifestación histórica de corrupción: de obtención de ganancias desde el abuso del Poder. Y debe advertirse del peligro de que la falta de recursos sociales termine por generar una drástica disminución de las libertades individuales. Frente a lo que resulta imperioso luchar por todos los medios. Fenómenos como el 15-M, respuestas al margen de los cauces institucionales clásicos, resultan naturales. Aunque tampoco puede desconocerse el riesgo de que surjan posiciones que pretenden obtener rédito político de la más rancia demagogia

La corrupción es, por todo eso, violencia. Porque supone un ataque directo al bienestar, a las conquistas sociales, a los derechos y las libertades materiales, pero también a las formales, de los ciudadanos, a la repre­sentación política y, en definitiva, a la democracia. La corrupción política o, si se prefiere, de los políticos, supone además un fraude a la confianza depositada por los ciudadanos. Frente al que éstos reaccionan con la ruptura. El “no nos representan” es una expresión manifiesta de la crisis del sistema democrático tradicional.

La combinación crisis-corrupción es, por todo eso, explosiva. Y puede acabar produciendo una reacción igualmente violenta. Porque a nadie le es exigible soportar pacíficamente la impunidad de los comportamientos corruptos que generan inmensos enriquecimientos injustos y la consiguiente miseria, con desahucio incluido, de tanta gente.

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Por eso es tan importante que vuelvan a funcionar los mecanismos jurídicos y políticos que devuelvan a los ciudadanos su fe en el sistema democrático. Con los cambios institucionales que resulten necesarios. Es preciso procla­mar y salvaguardar los derechos sociales, anteponerlos a los intereses de entidades que nacieron para financiar a los ciudadanos y no para financiarse de ellos; es preciso controlar las operaciones en que están incursos los partidos políticos garantizando su independencia frente a quienes obtienen beneficios ímprobos de su “generosa” relación económica con ellos y es preciso, sobre todo, cambiar radicalmente el comportamiento político.

No es tolerable el espectáculo que continúa representando la respuesta tibia, dubitativa y hasta justificativa de los comportamientos que consin­tieron cuando no produjeron la corrupción. La respuesta política ha de ser tajante y de ruptura. Y pasa, claro, por el reconocimiento de las propias culpas. Sin ese requisito es inviable un pacto contra la corrupción. No es tolerable que los políticos utilicen, de forma descaradamente abusiva, las garantías jurídicas que supone la presunción de inocencia en el ámbito penal, desconociendo que un político bajo sospecha, que tiene que dedicar su tiempo y su atención, a escapar de la misma, no está en condiciones de gestionar el interés público.

Nos estamos jugando demasiado para no exigir un radical cambio de rumbo.

Juan Carlos Carbonell Mateu es catedrático de Derecho Penal de la Universitat de València y miembro de Valencians pel Canvi

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