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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Recetas muertas para dolencias vivas

Si ya es difícil aplicar innovación a cualquier sector productivo lo es más a uno tan anquilosado como el inmobiliario

La palabra griega krisis alude a una situación de ruptura en la que nos vemos obligados a tomar unas decisiones que comportan un cambio. Hoy ya sabemos que estamos ante una crisis sistémica, pero no sólo la del cataclismo del sistema financiero sino la del modelo de producción basado en el consumo ilimitado de bienes obtenidos por la transformación de recursos y energías no renovables, y la traducción territorial de ese modelo. España, un país empeñado históricamente en tropezar en las mismas piedras, ya basó su milagroeconómico en considerar el crecimiento por el crecimiento como un factor estructural de la generación de riqueza, y no como la consecuencia natural de la acumulación de ésta. El crecimiento desorbitado de nuestras ciudades era en sí mismo el combustible del sector inmobiliario, pero no una exigencia expansiva de otros sectores productivos más dinámicos. El bucle fatídico de nuestra economía empezó a enroscarse ya entonces y, si bien es cierto que todos los países industrializados han confiado en la locomotora del ladrillo como el procedimiento más rápido para la acumulación de capital, es en nuestro país donde el modelo alcanzó su más devastadora hipertrofia, dejando a su alrededor el paisaje quemado de una economía escasamente competitiva.

El mecanismo de la burbuja inmobiliaria ha sido tan perverso como simple. Se ha argumentado siempre que el coste de la vivienda era muy elevado por la repercusión en él del coste del suelo. Falso. La vivienda se encarecía a priori porque dejó de ser un valor de uso para devenir un valor de cambio: un fondo de inversión con rentabilidad garantizada, un artefacto depositario del ahorro familiar, un mecanismo de ingeniería financiera, un seguro para nuestra vejez… menos para vivir, resultaba que la vivienda servía para casi todo. Los altos precios de este mágico objeto se aguantaban mediante el préstamo temerario y las hipotecas basura y así, inflado ficticiamente el valor del producto —la vivienda— su precio rebotaba hacia el recurso de origen —el suelo— que podía permitirse el lujo de sobrevalorarse en una espiral especulativa hasta hacer del territorio un verdadero polvorín de irracionalidad. Hoy, tras el estallido, se han vuelto a oír los discursos reflexivos y contritos que solían seguir a las crisis anteriores sobre la intrínseca maldad del modelo económico-urbanístico, los efectos antiurbanos de la adocenada ciudad periférica, las ciudades dormitorio, insostenibles, monofuncionales, las Seseñas y todos los trasuntos actuales de los polígonos de vivienda del desarrollismo, esta vez con pista de pádel y videoportero.

¿Servirá esta crisis para tomar conciencia de la necesidad de provocar cambios drásticos en la producción de la ciudad? A la vista de las iniciativas residenciales y comerciales que se están adoptando atropelladamente en algunas capitales andaluzas mucho nos tememos que no: macropolígonos de viviendas sobre opciones industriales abandonadas o centros comerciales de periferia, ambos en un período de profunda recesión, sin créditos, con sus hipotéticos adquirientes sin poder adquisitivo, sin capacidad de consumo, sin unos modelos residenciales verdaderamente adaptados legal y funcionalmente a la enorme diversidad de las nuevas demandas, hasta ahora desatendidas, y con un sector comercial en plena reconversión que ha visto mermada su implantación a la mitad de lo producido en los últimos años. En las actuales circunstancias resulta ilusorio pensar, como podía hacerse en los momentos de euforia desarrollista, que una macropropuesta residencial o unos centros comerciales sobre las periferias van a generar su propia demanda por su simple presencia como oferta, cuando las clases medias de este país están empezando a rebuscar en los contenedores. Hoy, el lanzamiento de cualquier producto debe atinar con precisión microscópica en su mercado, ajustando oferta y demanda en términos de absoluta viabilidad. Decir, por ejemplo, que la construcción de 10.000 viviendas sobre un polígono industrial recalificado va a generar empleo por sí sola es un eco del pasado, pero tan falso y tan ingenuo como las caras de Bélmez.

Viendo la crisis como oportunidad, el pensamiento urbanístico más lúcido aboga por afrontar resueltamente los excesos del sobreconsumo buscando una fuente de productividad en algo tan paradójico como la desproductividad: en arreglar lo desarreglado, en compensar la huella ecológica de las aglomeraciones, en transformar las energías sucias en energías limpias, en rehabilitar lo mal construido, en reurbanizar lo mal urbanizado, en repoblar lo desertizado, acercar lo separado, generar convivencia en los barrios desintegrados, transformar en paisaje los vacíos territoriales… Esta especie de “sistema productivo de la regeneración universal”, o “crecimiento hacia adentro”, como lo llama el urbanista Hernández Pezzi, puede ser una verdadera industria generadora de riqueza si el sistema se pusiera a la tarea y la sociedad adquiriera una conciencia medioambiental generalizada con capacidad de imponerse e impregnar a sus gobiernos, en todas las esferas de la administración.

Pero estas reflexiones se hacen hoy bajo la presión de la urgencia en atajar un desempleo pavoroso. Si ya es difícil aplicar innovación a cualquier sector productivo lo es más a uno tan anquilosado como el inmobiliario y, más aún, a los agentes urbanizadores productores de ciudad. Por su parte, la administración pública de competencia territorial es hoy una hidra de mil cabezas poco proclives a modificar algo que les sustraiga parcelas de poder. Y, en fin, los alcaldes, aparte de aliarse con el diablo en busca de financiación, no suelen proyectar sus inquietudes más allá de sus mandatos electorales. Ante este panorama nadie quiere hacer mudanza y, desaprovechando la oportunidad transformadora de la crisis, se prefiere aplicar a las dolencias vivas de la ciudad el placebo inútil, pero conocido, de unas recetas muertas.

Salvador Moreno Peralta es arquitecto y urbanista

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