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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Llaurar recte, girar rodó

Entre todas las malas noticias que cada día traen los periódicos, nos vemos hoy obligados a dar cuenta de otra que es pésima: no cuente el lector con disfrutar de la pluma suave, bien informada, grata y afectuosa de Agustí Fancelli.

No más crónicas ciudadanas, no más críticas de ópera en el Liceu ni fastuosos conciertos en los grandes cosos europeos de los que él nos informaba con tanta gracia y tanta penetración que para algunos de nosotros era mejor leerlas que presenciarlos. No más billetes de urgencia sobre asuntos de esos que antes se consideraban "de vital interés". No más columnas “de color”. Ya no cataremos ni una pizca más de aquel paté de campaña que, condimentado y servido por él en época electoral, era invariablemente exquisito y sentaba tan bien.

Nos ha sentado la mar de bien la compañía de Agustí Fancelli, esa es la verdad. A todos, a sus compañeros de la redacción, a sus parientes y amigos, y, por descontado, a este papel, al que entregó horas, años, ilusiones, salud, y también algún que otro cabreo. Lo primero que percibías de Agustí era que disfrutaba de ejercer esta profesión, disfrutaba de ella como de un juego para adultos: un juego muy serio, como todos los que valen la pena; un goce sofisticado, una alegría presidida por un absoluto sentido de la responsabilidad. Lo demostró siempre, con ocasión y casi sin ella. Escribiendo y organizando. Escribiendo era de una fiabilidad, de una bonhomía y de una seriedad exacta, pegada a los hechos desnudos, desconfiada de retóricas y volutas, gratamente aliviada por una ironía benigna, relativista.

Organizando las páginas de Cultura y de Opinión ejercía como un director de orquesta sin necesidad de batuta. Siempre palpitó con los lectores: cuando convertía en categoría el rock juvenil catalán en una inolvidable serie del Quadern; cuando descubría entre las piedras de la Ciutadella, como un explorador, mucho más que un barrio destruido; cuando explicaba con sentido público y agudeza personalísima los eventos barceloneses, desde los Juegos al Fórum de las Culturas; cuando ejercía como notario nada aséptico del incendio y resurrección del Liceu, o de La Fenice, ¿quién dijo que un periodista debe carecer de emociones?

Agustí Fancelli era, por cultura, modos de estar, de hablar y de tratar con los demás, un señor de Barcelona, y simultáneamente un cosmopolita, francófilo y apasionado de Italia. Ese conocimiento de lo próximo y lo general le incapacitaba para los caprichos de la vanidad: no le costaba elogiar a los demás, pero jactarse o felicitarse de sus propios aciertos era para él inconcebible.

Era un hombre de convicciones. Pero no aprendidas de manuales y catecismos. Llegaba a ellas por vía de conclusión. Empezaba por donde todo nace, el daño que produce a la inteligencia o al sentimiento la injusticia o el desequilibrio. Siguiendo por el paso indispensable, formularse y plantear a otros las preguntas adecuadas. Y acabando con la comparación entre éstas. Por esa pasión de aprender y conocer, hasta el último momento estuvo preguntándose. Sobre las inquietudes de los jóvenes, sobre los nefastos efectos de la crisis entre la gente con menos defensas... Preguntó mucho y decidió bien.

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Trabajar ha sido para él la cosa en sí. Ha sido un periodista ejemplar, decente. Creyó profundamente en la probidad y en la grandeza de su profesión. Sufría con sus miserias y se dedicó intensamente a ella, incluso cuando una molesta enfermedad, de la que se recuperó, le paralizó temporalmente los dedos. Nunca hincó la rodilla ante los poderosos, pero supo sortearlos. Exhibía una disposición que en él parecía automática: era su natural tendencia a volcarse generosamente, en tiempo, ideas y proyectos, al servicio de los colaboradores y de los compañeros a los que dirigía. En los momentos de zozobra o de desconcierto todos teníamos la seguridad de que si Fancelli estaba en su puesto, las cosas iban a salir bien. Todos salvo, quizás, él mismo.

Agustí cargaba con un historia familiar marcada por una serie interminable de muertes prematuras. Probablemente esta circunstancia arrojaba sobre su carácter abierto, cordial, risueño, expansivo, apasionado cuando el tema a debate lo merecía, una contención prevenida, una sombra bastante imperceptible que él, por delicadeza, procuraba no manifestar. Ha sido un vitalista que ha hecho honor a los placeres civilizados. Disfrutó de la lectura y de la música, de la pintura, de los alimentos terrestres, de la buena compañía y del amor, de las travesías de moteros, de los periplos perezosos por los canales del Sur de Francia al timón de su gabarra —aquella inconfundible péniche— bajo el palio de los plátanos vigorosos. Como decía entre risas, todo se resume en llaurar recte y girar rodó.

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