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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La traición

Cuando la corrupción se hace sistemática, el desapego ciudadano aumenta y se abre la puerta al populismo

A principios de año impactó la noticia de que 300 políticos españoles están imputados por corrupción, una cifra que refleja la proliferación de casos que salpican a partidos políticos, poder judicial, bancos, sector empresarial y Monarquía desde hace tiempo. Esta tendencia está minando una moral colectiva ya bastante maltrecha y supone un ataque directo a las bases de la democracia.

 Aunque la corrupción sea tan vieja como la política y tenga causas muy diversas, el filósofo Michael Sandel sugiere que su expansión reciente es el resultado directo de haber pasado de tener economías de mercado a ser sociedades de mercado. Una economía de mercado, dice Sandel, es un instrumento —valioso y efectivo— para organizar la actividad productiva. Una sociedad de mercado, en cambio, es una esfera en la que todo se puede comprar. Hace tiempo que advertimos la creciente mercantilización de la vida íntima, que tiene en la subcontratación del cuidado de niños y mayores su ejemplo más común. Pero si todo es comprable, si no ponemos límites morales al mercado, lo que empieza como una expansión de la libertad individual puede fácilmente acabar en corrupción de la vida colectiva. ¿Hasta dónde puede ampliarse la esfera de lo que se puede comprar? ¿Qué protagonismo queremos dar al dinero y qué valores alternativos proponemos para nuestra vida en común?

Sin embargo, la corrupción no solo plantea dilemas morales. También altera el correcto funcionamiento del sistema económico y de la democracia, basada en el principio de representación y en la gestión transparente de los recursos colectivos y el bien común. Al final, el problema de fondo es que la corrupción supone una traición directa de la confianza de los ciudadanos. Los representantes públicos lo son por delegación provisional de sus electores, que aceptan ceder periódicamente su poder a través del voto. La confianza, imprescindible para la vida en sociedad, lleva siempre implícita la posibilidad de la decepción. Confianza y traición son dos caras de la misma moneda. Pero cuando el desengaño se hace sistemático, el desapego de los ciudadanos aumenta y se abre la puerta al populismo, conocido entre otras cosas por su crítica generalizada a la política institucional.

Este riesgo de desafección institucional coincide además en el tiempo con la creciente debilidad del tejido de entidades sociales. Las políticas de austeridad están provocando la fragilidad o desaparición de muchas instituciones, públicas y privadas, dedicadas a fines sociales, económicos o culturales y que constituyen el nervio de nuestra sociedad civil. Son numerosos los periódicos, ONG/s, universidades o museos que están tocados de muerte, porque se los valora como si su función pudiera medirse exclusivamente en función de su rendimiento económico. Se trata de organizaciones que llevan años de recorrido, generan actividad económica, se adaptan a su entorno, han sufrido sus propias crisis y, por encima de todo, tienen sentido público.

Cierto es que la constelación de instituciones sociales debe ser dinámica y adaptarse a los cambios de la sociedad, someterse a escrutinio público, evitar burocratizaciones absurdas y desaparecer si cabe. Además, obviamente no todo debe depender del Estado. Pero las entidades intermedias ejercen una importante función de representación y de cristalización de la suma de voluntades individuales.

Las instituciones, con sus diferentes formas, ambiciones y objetivos, son en definitiva generadoras de esta confianza tan maltrecha ahora por la corrupción. El problema del ataque —activo o pasivo— a este entramado es que abandona al individuo frente al Estado y no incentiva el surgimiento de nuevas fórmulas de mediación. Además, olvida que las instituciones fuertes e inclusivas son en gran medida las responsables de la riqueza y la prosperidad de las naciones. En un momento en el que los gobiernos han perdido poder frente a los mercados, deberían entender que su fuerza dependerá cada vez más de la solidez de la articulación de la sociedad a la que representan. Atajar la corrupción con medidas contundentes y proteger la red de instituciones y asociaciones civiles son instrumentos muy necesarios para reconstituir la confianza.

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Judit Carrera es politóloga.

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