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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sensaciones y realidades

Pasadas las emociones de la batalla electoral, España se equivoca si cree que con el fracaso de Mas ha ganado la guerra

Josep Ramoneda

En política quien consigue imponer la primera interpretación de un acontecimiento adquiere ventaja. La noche electoral catalana dos vectores, la frustración del nacionalismo convergente por un fracaso inesperado y la satisfacción del Gobierno español al ver cómo se estrellaba el socio que les había traicionado, se sumaron para crear la sensación de que el proceso soberanista catalán se había estrellado. Si a ello sumamos el factor sorpresa, por unos resultados que nadie esperaba, se entiende que la sensación de derrota dominara la escena. Derrota, ¿de quién?

Pasados 15 días, las sensaciones van dejando paso a las realidades. Y las cosas se van clarificando. Hubo derrota, sí, pero no del independentismo, sino del presidente Mas y su equivocada estrategia. Por eso Esquerra tiene más poder que antes. Se ha escrito mucho sobre la pérdida de sentido de la realidad que sufren los políticos cuando alcanzan las recompensas supremas; sobre cómo y de qué manera la preocupación por pasar a la historia afecta su racionalidad; y sobre la necesidad irrefrenable que sienten de matar al padre que les ungió como sucesores. Artur Mas ha cometido demasiados errores de percepción. Al llegar fue su frialdad tecnocrática la que le traicionó. Se presentó como campeón de los recortes con una altanería que, cuando estos empezaron a afectar a la vida cotidiana de las personas, le granjeó una imagen de insensibilidad con la ciudadanía. Después sintió la llamada de la historia y se transformó en la inesperada figura de conductor de un pueblo. Él mismo se puso el listón tan alto que un resultado, que, en contexto de crisis y recortes, hubiese sido aceptable, se convirtió en un fracaso.

Su error estratégico fue cuádruple. De cálculo: de la pujanza del movimiento social por la independencia, expresada el 11-S, dedujo precipitadamente que la sociedad catalana quería emprender ya un proceso acelerado hacia la independencia. De estrategia: creyó que podía monopolizar el movimiento soberanista y que una dinámica de voto útil le llevaría en volandas a la mayoría absoluta. De actitud: asumió un papel mesiánico que casa mal con la sensibilidad de un país tímido y resabiado y generó desconfianza a unos y vértigo a otros. De evaluación: creyó que con su sobreactuación podría hacer olvidar las políticas de austeridad, y una vez más se ha demostrado que la realidad es muy terca.

Artur Mas ha perdido su apuesta. Y los que le auparon con adhesiones incondicionales y votos prestados la han perdido con él. Una vez más se ha demostrado la desconexión entre las élites y la sociedad. Pero los datos demuestran que el soberanismo no ha perdido. Es cierto que tradicionalmente estos procesos han recurrido a un liderazgo fuerte y que no tenerlo puede restarles capacidad y cohesión. Pero también es cierto que, en una sociedad democrática, un proceso largo, que debe dar cabida a todo el país, puede perfectamente tener varias cabezas visibles. Quizás la mejor noticia para el independentismo es que una alta participación electoral (propia de unas elecciones generales) no ha afectado en absoluto la relación de fuerzas: el soberanismo sigue siendo mayoritario y el unionismo se ha afirmado como minoría, pero no ha progresado.

Mientras Artur Mas lucha por salir del aturdimiento y Oriol Junqueras toma la iniciativa, el Gobierno español parece trabajar para devolver el ánimo al presidente catalán. Tenía dos opciones: atrapar a un Mas débil en la tela de araña de algunas propuestas de reforma constitucional difíciles de rechazar, y así ganar unos cuantos años más, o jugar la carta de la confrontación. Rajoy se niega a las reformas y lanza a sus fuerzas de choque para que enreden: ahí está el ministro Wert dando dónde más duele a Cataluña —la educación y la lengua—, ahí está Cospedal enseñándose con el president, ahí están los ministros económicos amenazando y restando poder autonómico, ahí está una estrategia que parece buscar la venganza fomentando la división de la sociedad catalana.

Pasadas las emociones de la batalla electoral, España se equivoca si cree que con el fracaso de Artur Mas ha ganado la guerra. El Gobierno español puede sentir alivio pasajero, porque la presión momentáneamente ha disminuido. Pero, en lo sustancial, nada ha cambiado. Sigo pensando, y siento repetirme, que la única vía de verdadero entendimiento es el reconocimiento mutuo. Y este pasa por el referéndum, que significa reemplazar la tolerancia, la aceptación graciosa de ciertas singularidades, por el reconocimiento, es decir, el trato de tú a tú. Pero esto requiere una grandeza democrática impropia de la derecha española.

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