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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

No somos unos angelitos

"Si somos populistas lo tenemos fácil: reprobamos y nos apartamos. Pero la realidad es distinta"

Cuando hablamos de la clase política solemos despotricar con mucha afectación. Tienen sus propios intereses, se mancomunan y nos manipulan, señalamos. Nos ponemos divinos y juzgamos muy severamente a quienes nos gobiernan y a quienes nos representan. Que si son unos incompetentes; que si son unos derrochadores; que si son unos corruptos. Nos quedamos muy tranquilos con tanto aspaviento: conformes con la buena conciencia, con la denuncia de los ineptos y con la generalización. Somos unos angelitos, vaya.

Acabo de leer el último volumen que firman al alimón César Vidal y Federico Jiménez Losantos. La libertad tiene un precio, se titula. Nada menos… Aparte de las resonancias cinematográficas, algo pendencieras o pistoleras, el volumen refleja muy bien el estilo de ambos locutores, de tono enfático. Enaltecen o condenan, nos reconvienen y, tras confirmar la justeza de sus opiniones, descansan. Saben que siempre estuvieron en el lado acertado; saben que siempre conceptuaron correctamente. Se hacen portavoces de la sociedad o, al menos, de la buena sociedad, de los ciudadanos que se mantienen fieles a las convicciones.

Frente a los traidores, que son multitud, Vidal y Jiménez creen representar a la gente valerosa, y esta gente valerosa nunca es la clase política, tan corrompida y tan venal, responsable de todas las crisis, de la quiebra de las instituciones y de los valores… Pudiendo ser riquísimos, César y Federico optaron por los principios, por la limpieza moral, proclaman. “No tengo la menor duda de que ambos podríamos ser ahora millonarios y es obvio que no lo somos (…), los únicos que no somos millonarios”. Vaya, unos angelitos.

Justamente por eso se preguntan si no serán un poco zotes, gente noble pero algo tontorrona. Los listos siempre se colocan; en cambio, los virtuosos reciben todos los palos. Esos comentarios los he oído muchas veces: juicios expeditivos de individuos biliosos que acusan y se exculpan. Podemos guasearnos de Vidal y Jiménez Losantos, pero su estilo prende. Suyo es un tono populista y con tintes demagógicos: recogen de forma estrepitosa el malestar y el disgusto, el rechazo a la clase política, a la que desaprueban casi sin excepciones.

La percepción de muchos ciudadanos agraviados parece coincidir con ambos locutores. Es la repulsa tajante, el reproche de quien se siente mejor o más preclaro, la condena campanuda. Así, según el diagnóstico, la sociedad española tendría muchos políticos irremediablemente mediocres y desastrosos: la mayor parte de ellos vivirían en la quimera sin alzar el vuelo (vamos, de vuelo gallináceo), pisando moqueta.

El populismo recoge medias verdades y malestares: el enojo, la cólera, el rencor que dejan a la sociedad en la impotencia. Si somos populistas lo tenemos fácil: reprobamos y nos apartamos. Pero la realidad es distinta. Si las instituciones no marchan adecuadamente, si los partidos se cierran dificultando la democracia interna y si los Gobiernos derrochan y luego recortan y ahogan, la culpa es nuestra, que nos desentendemos de la recta administración, que no exigimos responsabilidades, que no intervenimos. No somos unos angelitos, vaya; y ahora estamos purgando en este infierno.

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