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Tribuna
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Barcelona y la independencia

La ciudad no tiene la complicidad de los gobernantes españoles, empeñados en pensar Madrid como centro del universo

En estos tiempos tan apasionados —y apasionantes— que vivimos debo insistir una vez más en la necesidad de situar en el debate público el papel de Barcelona, que históricamente ha tenido un papel muy singular y ha ejercido siempre la capitalidad con un punto de rebeldía. ¿El motivo? Ser una ciudad hecha a sí misma. Su potencia no viene derivada de un Estado que le atribuye capitalidad política, económica o cultural, sino de la propia capacidad de atreverse con proyectos ideados e impulsados por ella misma. Del Eixample a las exposiciones universales, de los Juegos Olímpicos al 22@ y la ciudad del conocimiento, Barcelona ha ido construyendo su propio camino hasta aparecer, a ojos del mundo, como una suerte de ciudad-estado en la que la energía emerge de su propia dinámica, del pulso de sus calles y de sus ciudadanos. De ahí las diferencias con Madrid, que ha crecido como resultado de su condición de capital y de una repetida apuesta política nacional.

Lo más curioso, de todas formas, no es que esta resiliencia urbana de Barcelona no cuente con la complicidad de los gobernantes españoles, empeñados en pensar Madrid como centro del universo. Lo más curioso es el recelo tradicional del nacionalismo catalán. Pujol siempre pugnó por domesticar Barcelona. Lo hizo con las reticencias iniciales al proyecto olímpico o con la eliminación absurda de la corporación metropolitana. El nacionalismo también atacó la ciudad con el recorrido del AVE, una batalla ganada por el alcalde Hereu. Ahora lo hace con el Barcelona World, una propuesta de ocio en las costas de Tarragona. Hilarante porque una cosa es que la ciudad disponga de una marca con clara proyección internacional y otra el uso frívolo de la misma. Las ciudades tienen una identidad —mucho más frágil y evanescente que la potencia de los símbolos e instituciones nacionales— del todo necesaria para no acabar siendo meras urbanizaciones. El nacionalismo conservador nunca ha entendido el alma urbana y Barcelona siempre ha sido un agujero negro en su relato de país.

En el horizonte se vislumbran nuevas posibilidades para el futuro de Cataluña. La palabra la tienen los catalanes. Todos, empero, deberían velar para que no se apague el principal motor económico y cultural que tiene este país. Barcelona siempre ha ejercido la capitalidad queriendo ensanchar horizontes. Lo hizo pugnando por ser co capital española, aspirando a un papel relevante en el área iberoamericana, apostando por la capitalidad mediterránea, articulando la Euroregión más potente del sur de Europa.

La ciudad, hoy, está ausente del debate político, empieza a ser halo de lo que fue y su proyección internacional vive de renta. Por suerte, sus indicadores económicos señalan que sigue siendo el motor de Cataluña. Sin embargo, el proyecto/modelo nacido en la Transición se ha agotado. El gobierno Trias se escuda en el relato nacional: Barcelona será capital de un Estado soberano, afirma el alcalde. Una manera sutil de liquidar el plus que Barcelona siempre ha aportado al país, la capacidad de reinventarse de abajo a arriba. Por ese camino, alerto, la ciudad corre el peligro de acabar subordinada a Cataluña y ser atractiva para turistas e inversores pero amputada del nervio que permite asegurar su futuro como ciudad.

Barcelona debe ser menos municipio y más metrópoli, menos marca y más ciudad, menos museo y más laboratorio, menos smart y más humana. En un mundo de soberanías compartidas, a nuestra ciudad le toca definir proyecto de futuro y convertir a sus habitantes en ciudadanos. Barcelona se resiste al corsé nacional. Una independencia, una voluntad de ser, que no es una traición a su catalanidad sino la forma genuina de expresarla. Habrá que ir con tiento: apasionados por alcanzar la plenitud nacional podríamos olvidar el motor que nos ha permitido llegar donde estamos.

Jordi Martí es presidente del Grupo Municipal Socialista del Ayuntamiento de Barcelona

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