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Madrid tentó a Van Dyck

Felipe IV removió toda su influencia para atraer al pintor flamenco y asociarlo a Diego Velázquez como pintor de la Corte madrileña

Autorretrato de Van Dyck junto a Endymion Porter.
Autorretrato de Van Dyck junto a Endymion Porter.

La Corte del Madrid de los Austrias, capital del mundo en el siglo XVII, pudo haber hospedado a un artista excepcional, de la talla de Diego Velázquez y de Pedro Pablo Rubens. Tras mil fintas de aproximación, cuitas, dádivas y afanes, cuando todo anunciaba que el egregio pincel aquí recalaría, su llegada a Madrid se truncó. Dos muertes prematuras desembocaron en una tercera fatalidad: la ausencia definitiva del pintor excelso. Pero aquel anhelo truncado fue tan sólo a medias un fracaso, ya que medio centenar de sus mejores lienzos enaltecen aún hoy algunos de los mejores museos, templos y palacios madrileños, los del monasterio de El Escorial incluido. El anhelado huésped no era otro que Antón Van Dyck (Amberes, 1599-Londres, 1641), pintor flamenco universal e impar retratista, formado también en Italia, considerado como el pincel más galante de la Historia de la Pintura.

Un libro recién editado proyecta nueva luz sobre la truncada estadía personal y también sobre la feliz presencia pictórica del artista flamenco en Madrid, capital donde las Artes y las Letras irradiaban con destellos áureos a todos los reinos hispánicos de Italia, el Franco Condado, Alemania y los Países bajos. El libro lleva por título Van Dyck en España, cuyo autor es el veterano conservador de Pintura flamenca del Museo del Prado, Matías Díaz Padrón, flanqueado por sus ayudantes Jahel Sanzsalazar y Ana Diéguez.

Al amparo de Rubens

Narrar esta historia lleva al lector a los Países Bajos, en el primer tercio del siglo XVII. Una tregua militar de doce años con los rebeldes norteños, opuestos al protectorado español, permite a los virreyes, la española Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, y a su primo carnal y esposo, el vienés Alberto, archiduque de Austria, inaugurar una etapa de prosperidad material y gozoso mecenazgo artístico. De tal magnanimidad se beneficia grandemente Pedro Pablo Rubens, diplomático y artista de renombrada fama, cuyas obras de trasunto mitológico, bíblico o religioso comienzan a elevar el listón y el crédito de la pintura como arte áulico por excelencia.

Rubens, apadrinado por los regentes y mecenas españoles, monta un próspero taller y uno de sus discípulos, el joven Anton Van Dyck, comienza a descollar allí como un futuro genio. Aquel mozo reservado y creativo, herido por una impar sensibilidad plástica y unas dotes insólitas para la composición, pronto se manifestaría como el mejor discípulo del maestro Rubens, éste asimismo vinculado estrechamente a la Corte de Madrid. Fue en uno de sus viajes madrileños donde el sabio y veterano pintor flamenco trabó amistad duradera con el gran genio pictórico de aquel siglo: Diego Velázquez, nacido en Sevilla el mismo año que Van Dyck, y a la sazón pintor del Rey Felipe IV, monarca que más proyección pictórica mundial ha dado a Madrid por su apoyo, precisamente, al arte de su retratista de cámara.

Rubens mostró a Velázquez la grandeza de su mejor discípulo y el sevillano, desde su cargo de aposentador real responsable de la pompa y ornato público de la Corte de Madrid –cometido hoy equivalente al de asesor de imagen del Rey y de la Corte- alentaría al monarca, a su hermano el Cardenal Infante don Fernando y a los Grandes de España, los marqueses de Leganés, del Carpio y de Aytona, al conde Duque de Olivares y al propio Ambrosio Spínola, protagonista del lienzo velazqueño La rendición de Breda, para que adquiriesen los lienzos de aquel joven prodigioso, coetáneo suyo.

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Festín estético

Aquello fue un festín estético: las obras del joven flamenco viajado a Italia, que aunó la soltura compositiva de Rubens con la esplendente cromática de Tiziano en una prodigiosa síntesis, comenzaron a fluir por las mejores casas madrileñas, también por las de los virreyes españoles de Milán, Nápoles, Roma y Bruselas. La fama de Van Dyck crecía por doquier, de modo que las cortes europeas comenzaron a rivalizar en ofertas e intentos por seducirle. Londres ganó la partida: Van Dyck había sido contratado como retratista real por el presumido Carlos I de Inglaterra –quien pasaría previamente un año largo en Madrid viviendo de gorra, junto con su fiel Duque de Buckingham, prácticamente a los pechos de su regio anfitrión, Felipe IV, mientras cortejaba a una hermana del monarca español. A la postre, el inglés no llegó a desposarse con María de Austria.Carlos, que a su regreso como rey a Inglaterra se encararía fatalmente contra el Parlamento, moriría decapitado en 1649. Pero desde mucho antes ya Van Dyck anhelaba regresar a su Amberes natal desde el lluvioso Londres de los Estuardos.

Felipe IV, enterado de la valía del joven, pidió a su hermano Fernando, el Cardenal-Infante, guerrero vencedor de la batalla de Nordlingen, mecenas y sabedor de Arte, que tentara al pintor para venir a Madrid a instalarse a su Corte. Cuando las gestiones de Fernando caminaban por buena senda para conseguir el propósito real de atrapar a Van Dyck, el Cardenal- Infante, en la cumbre de su prestigio y poderío como virrey de los Países Bajos, contrajo una súbita enfermedad que le llevó a la tumba. Muy pocos meses después, el propio Van Dyck, que nunca dejó de coquetear con los españoles, moriría también de manera súbita.

Pero Rubens, en su taller, había acopiado muchas de las obras que surgían de la mano y el pincel de su bien amado discípulo, cuya estela marcaba un ascenso irreversible hacia la perfección pictórica. En la almoneda posterior al fallecimiento de Pedro Pablo Rubens, se hallaban algunas de las mejores obras de Van Dyck, que las Corte española se encargaría de adquirir. Hasta 28 lienzos de Van Dyck muestra el Museo del Prado, florón de las colecciones reales. Al monasterio de El Escorial fueron a dar algunas otras de ellas, que figuran entre las más destacadas del pintor: La Virgen y el Niño con los pecadores arrepentidos y Cristo y la mujer adúltera. Con la invasión francesa en 1808 y el posterior expolio por las tropas de Napoleón del ajuar artístico del monasterio, ambas obras iniciaron una peregrinación cuyas zozobras han convertido casi en milagrosas sus recuperaciones.

La primera, tras languidecer durante siglos en los sótanos de la real Academia de San Fernando, en la calle de Alcalá, fue redescubierta y restaurada y hoy luce en sus muros. En cuanto al segundo lienzo, vino a parar al Hospital de la Venerable Orden Tercera Franciscana, un edificio del Siglo XVII que aún yergue al cielo su espadaña junto a la basílica de San Francisco el Grande.

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