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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Otro gallo nos cantaría

Quizá sería suficiente que cada funcionario de la Administración se armase de coraje para, ley en mano, poner en su sitio a los políticos chorizos

Como sin duda sabe el lector, Isabel Villalonga, siendo subsecretaria de Presidencia de la Generalitat —ya no lo es—, devolvió 123 facturas por un importe de casi dos millones de euros que el intrépido Iñaki Urdangarin y su socio trataron de cobrar al Gobierno autonómico en concepto de unos Juegos Europeos que tenían todos los visos de ser una variante del tocomocho. La alta funcionaria no picó el anzuelo y ha demostrado todas las irregularidades de la maniobra, sin dejarse impresionar por el alto coturno del personaje y sus ardides, ante los que, por otra parte, se han rendido como verdaderos paletos no pocos políticos y empresarios valencianos y mallorquines de alta gama.

Si evocamos este episodio no es tanto por la ejemplaridad que delata —que también, claro—, sino por su contraste con el desarme administrativo y la obsecuencia generalizada en que ha devenido el tinglado burocrático de la Generalitat, convertida hasta ahora en tierra abonada para toda suerte de chanchullos. Ha sido esta una labor desarrollada sin recato por el PP, que de buenas a primeras, apenas trincó el poder, neutralizó y desarboló todas las instancias y filtros establecidos para impedir en lo posible los desmanes que se han sucedido.

Se empezó, si mal no recordamos, por la poda del cuerpo de interventores que garantizaban la corrección del gasto presupuestario, impidiendo en lo posible que se estirase más el brazo que la manga. Era un freno al derroche y a los ingentes déficits que nos han abocado a esta ruina. Molestaba, por tanto, a quienes se creyeron ungidos para gobernar sin trabas. Una suerte parecida ha sufrido la Sindicatura de Comptes, reducida a banal formalismo. En este sentido, unos y otra eran un incordio para la mayoría gubernamental conservadora, que por los mismos motivos se apropió de las cajas de ahorro, de toda la prensa que pudo —incluida RTVV— y las mismas Cortes, reducidas a un paripé parlamentario donde cunde la arrogancia y la opacidad que impone el partido hegemónico.

Para redondear lo que ha sido —y es— una vergonzante degradación democrática, solo ha faltado que tanto la Justicia, mediante jueces y fiscales, como la policía, no se sintiesen llamados a investigar de oficio lo que ya se conoce como la ladronera valenciana, ese marco autonómico donde toda vileza a costa de los bienes públicos ha tenido asiento y, además, ha gozado de tolerancia. Algo consuela que el fiscal general el Estado, Eduardo Torres Dulce, haya declarado que “la corrupción no puede seguir envenenando la economía del país”. A buenas horas. Pero habremos de confiar en que algo se moverá, y un buen indicio es el sumario que el juez José Castro instruye en Palma de Mallorca sobre los negocios y trapicheos del yerno del Rey, ese republicano honorario que tanto bien está haciendo a la enseña tricolor.

Y volvemos a la proba funcionaria que encabeza estas líneas y que para nosotros representa en esta ocasión un modelo de servidora pública. Con gente así en las crujías administrativas es improbable que hubiesen prosperado tantos escándalos y saqueos de fangos, basuras, recalificaciones de suelos, despilfarros con matasello oficial y etcétera. Quizá sería suficiente que cada funcionario de la Administración se armase de coraje para, ley en mano, poner en su sitio a los políticos chorizos y otros mangantes de campanillas que creen tener derecho de pernada sobre el patrimonio común. Con funcionarios cabales otro gallo nos cantaría.

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