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OPINIÓN | SANTIAGO LAGO

¿Qué España queremos?

La anemia estratégica de la Xunta ha propiciado que Galicia corra sin saber hacia dónde

La administración de un país descentralizado es más cara que la de uno centralizado. Existen más poderes legislativos y ejecutivos y eso incrementa el gasto. No mucho, incluso poco desde un punto macroeconómico. Pero sin duda es más cara. La descentralización también plantea más dificultades de gestión, cuando se descentralizan competencias que exigen coordinación interterritorial, o cuando se opta por un modelo de gestión compartida o federalismo cooperativo, con una amplia legislación de base; como en el caso español.

En el otro lado de la balanza aparecen los beneficios de la descentralización. Fundamentalmente, la capacidad que proporciona para ajustar las políticas públicas a las necesidades y las preferencias de los ciudadanos de cada territorio. La concreción de esta eficiencia potencial depende de tres factores. En primer lugar, del grado de homogeneidad del territorio y de las preferencias de las personas que habitan el país. En segundo lugar, de la existencia y fortaleza de los sentimientos de pertenencia a comunidades políticas de ámbito subestatal. Finalmente, de la capacidad política y técnica para ejercer el autogobierno. En un extremo, la descentralización no aporta nada si no existen diferencias sustanciales entre las características de las diferentes regiones que forman un país, si predomina ampliamente el sentimiento de pertenencia a la comunidad política de ámbito estatal, y si el autogobierno no se ejerce por falta de capacidad. En esta lógica tenemos a la presidenta Cospedal. Para ella existe un exceso de descentralización y hay que dar marcha atrás. Los costes de la descentralización superan sus beneficios. Lo que toca hacer es devolver competencias, eliminar organismos de control político, rebajar al mínimo la actividad del parlamento regional. Una España (re)centralizada. Un planteamiento similar es el del Ministerio de Hacienda: la descentralización ha generado problemas de gobernanza en materia de control de déficit y lo que toca es centralizar presupuestos y controles, llegando a invocar lo innombrable, la suspensión de la autonomía contemplada en el artículo 155 de la Constitución.

Cataluña está en el extremo contrario. Su gobierno está teniendo la habilidad política de convertir la difícil coyuntura financiera actual y el ímpetu descarnado de vocación federalista del gobierno central en una ventana de oportunidad para convencer a una proporción creciente de los catalanes de que lo bueno y necesario es la descentralización extrema, la independencia. Está debilitando el sentimiento de pertenencia a la comunidad política española y teniendo éxito en la construcción de un marco interpretativo según el cual de la idea de que Cataluña es tan distinta y tiene tanto potencial que el autogobierno total es la mejor de las soluciones; España es el problema.

¿Y Galicia? Pues Galicia no es ni Cataluña ni Castilla La-Mancha. No somos ricos como los primeros y, con la calculadora en la mano, nos sale a cuenta estar integrados en el espacio fiscal español. Además, somos una de las Comunidades Autónomas en las que el sentimiento de pertenencia simultánea a dos comunidades políticas (la gallega y la española) es más amplio. En este sentido, los gallegos se sienten federalistas en el terreno político. Y sin embargo, no descarto una creciente desafección por el autogobierno, si nada cambia. A mi juicio, el problema de Galicia no son las condiciones de base sino el propio ejercicio del autogobierno. La legislatura que ahora se cierra en Galicia está presidida por un comportamiento responsable en materia de cumplimiento de objetivos de déficit (por más que el dato que conocemos para el primer semestre de 2012 sea un tanto inquietante), pero también por la ausencia de hoja de ruta. ¿Para qué hemos usado el autogobierno en estos últimos años? Cierto que la coyuntura financiera ha sido muy mala y que no era posible afrontar proyectos que exigiesen amplios desembolsos. Pero podrían haberse hecho cosas que no cuestan mucho en términos financieros.

A mi juicio, esta anemia estratégica es consecuencia del modelo de pollo decapitado que se ha querido aplicar a la gestión pública. A fuerza de cercenar consellerías, direcciones generales y gabinetes; recortar salarios directos e indirectos a los directivos públicos hasta reducirlos a niveles impropios al grado de responsabilidad que se asume y a las retribuciones en los puestos de trabajo de los potenciales candidatos; y participar activamente en un discurso crítico contra la “clase política” hemos acabado teniendo un ejército sin suficientes generales, coroneles y ayudantes de campo de primera. Un cuerpo sin cerebro, que sigue corriendo, pero no ve hacia dónde.

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