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OPINIÓN

Lo diré otra vez

No basta con que ganen izquierda y nacionalistas, han de darle un nuevo rumbo a la nave

Lo diré otra vez por si alguien no lo ha entendido. Lo lógico sería que Feijóo perdiese las próximas elecciones. Solo dos factores, o su combinación, podrían evitarlo. El primero, la modificación del sistema electoral. Han de estar muy agobiados en Monte Pío para proponer tal marrullería en plena campaña electoral. El segundo, tal vez más interesante, por las consecuencias a largo plazo que podría tener, es la división de sus oponentes. Más allá de la sota, caballo y rey de hoy la gente podría reconocerse en otras figuras de la baraja. Sería un cambio en el paisaje social. Asumo, para presumir esa derrota, que la abstención va a crecer y que perjudicará especialmente a la derecha. Sus electores han caído del guindo y despertado de su sueño dogmático el miércoles aciago en que Rajoy les hizo ver que carecían de toda esperanza.

Pero analicemos esa división. Supongamos que Esquerda Unida ronda el 4% o el 5% de la intención de voto; que la Anova de Beiras podría sumar, especialmente en la circunscripción de A Coruña, un 2%, y que los votos de Compromiso por Galicia podrían representar otro 2% —especialmente también en A Coruña, después del pacto con Terra Galega—. Si la totalidad de esas fuerzas desperdician sus votos sin obtener diputados, el triunfo de Feijóo podría estar garantizado. Dilapidar el 8% o 9% de los votos, dado el equilibrio de fuerzas existente, sería regalarle indirectamente la continuidad en la Xunta. Hasta donde alcanzo, creo que esta observación es inobjetable. La matemática electoral es la que es. Sólo un hipotético éxito de UPyD, o de Mario Conde podrían perjudicar, en esta hipótesis, al PP.

Al mismo tiempo, llegar a la campaña electoral con ese escenario de dispersión en el voto progresista y nacionalista beneficiaría sin duda a PSdeG y BNG, que harían valer sus llamamientos al voto útil. Un éxito que podría revelarse pírrico si ambas fuerzas, sometidas a su propio desgaste, no consiguen superar a su antagonista en la derecha. Si, en las más pésimas condiciones, el PP se alzase con la victoria, ello no revelaría sino la carencia que ha imperado en estos años de buen juicio entre sus oponentes. Habría ganado imponiendo el más duro programa de la derecha y en un contexto en el que está en riesgo la propia continuidad del autogobierno. Izquierda y nacionalismo harían bien, en ese caso, en correr a gorrazos a sus dirigentes.

Pero de suceder lo contrario, la derrota del PP en el contexto de un Parlamento muy fragmentado no dejaría de llevar aparejadas consecuencias ulteriores. Supongamos que la derecha se queda con 35 diputados y que, enfrente, se pueden contabilizar 22 del PSdeG, 12 del BNG y 6 de Demócratas por Galicia —llamemos así a la Syriza gallega—. Las negociaciones para un nuevo Gobierno serían de una gran complejidad y no sería imposible ni un gobierno del PP en minoría, que obligaría a este partido a modular sus políticas socialmente regresivas y en pro del castellano, ni uno alternativo de PSdeG y BNG, apoyado críticamente por Demócratas, ni uno con gran peso de independientes apoyado por las tres candidaturas —tal vez la mejor hipótesis en tiempos tan duros—.

Sin duda, de mostrar las encuestas una intención de voto similar, la derecha, y los impagables medios que le sirven de corifeos, se hartarían de mostrar los peligros de la jaula de grillos. Pero a estas alturas ese mensaje tendría notables grietas. La primera, que la propia derecha está ya, también ella, dividida —UPyD, Mario Conde... y Baltar—. La segunda, y más grande, que la mayoría absoluta de Rajoy no ha evitado el rescate ni tan siquiera lo ha dulcificado. Los damnificados por la crisis crecen, y así seguirá ocurriendo. En estos tiempos es bastante evidente que lo que las mayorías absolutas dan es, sobre todo, impunidad para hacer cualquier cosa y, en especial, para obedecer a Merkel. No hay ni que decir que la gente liberal debería estar contenta de que el poder se viera más limitado, aunque la elaboración de las políticas se hiciese más complicada por la pluralidad.

Con todo, el verdadero problema sería que el Gobierno salido de las urnas tuviese un programa claro y factible que pudiese sobrevivir al rápido desgaste derivado de la presión conjunta de la UE, los mercados y, no menor, del complejo político-económico-mediático, con sede en Madrid, y bifurcaciones en los principales periódicos gallegos, que disparan contra todo lo que se mueve más allá de la voluntad de las mismas elites que han hecho quebrar España y que ahora centrifugan su responsabilidad en las autonomías. Después de la experiencia del bipartito ya no valen apaños. La izquierda y el nacionalismo necesitan plantearle a la sociedad ideas-fuerza claves que recuperen confianza y un relativo optimismo en medio de la tormenta que nos asuela. Ya se acabaron las tonterías. No basta con que ganen las elecciones. Han de darle, de verdad, un nuevo rumbo a la nave.

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