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El resistente hielo de Moscú

Los patinadores patinan bien y Chaikovski es Chaikovski, pero por el camino topamos con algunos fallos en el concepto y en la estética

'La bella durmiente' en los jardines de Sabatini.
'La bella durmiente' en los jardines de Sabatini.Fernando Alvarado (EFE)

Los patinadores patinan bien y Chaikovski es Chaikovski. Con estas premisas la idea de un ballet sobre hielo discurre con fluidez, aunque por el camino topamos con algunos fallos en el concepto y en la estética. Lo de la estética tiene arreglo; lo del gusto es más difícil. Hay una tradición en ballet con este tema (pero aquí ni se huele): Les patineurs, coreografía de 1937 de Frederick Ashton sobre la deliciosa partitura de Meyerbeer adaptada por Lambert. Lo estrenó Margot Fonteyn y las bailarinas imitaban a las patinadoras (al revés de lo que nos ocupa). En 1946, Cecil Beaton hizo unos nuevos dibujos sencillamente maravillosos.

La verdad es que los más pequeños se lo pasan en grande en Sabatini; en su inocencia, no distinguen el horror de un vestuario delirante y torpe que le quita al producto final bastantes puntos, y esto es una pena. Los artistas son, en lo suyo, verdaderos virtuosos, y ya el programa reza que acumulan más de 250 medallas de alta competición. Igualmente, las evoluciones aéreas son muy lucidas y los coreógrafos han intentado retener de la coreografía canónica de Marius Petipa de fines del siglo XIX cierto orden y elementos de estilo: que si una mazurca, que si la entrada de las hadas, o la eterna y consabida lucha entre el bien (el Príncipe) y el mal (el hada Carabosse).

El ala del Palacio Real no podía ser mejor telón para esta obra, muy iluminado y recortándose contra una dura noche de calor que parecía incluso vencer al duro hielo de Moscú, un sistema en el que ellos son expertos. La suite musical preparada por Tim Duncan es de trazo grueso. Diríase que es corta y pega con una idea un tanto equivocada de que si es de Chaikovski, todo vale. Así, se prescinde de tres fragmentos pilares del ballet original: el Adagio de la Rosa, El pájaro azul y el Grand Pas de Deux final y se colocan en su sitio fragmentos de Oneguin y de otros temas ajenos del venerado y suicida músico. Esto establece un ir y venir de tiempos duros que se contradice con la extensión de la obra.

Con una noble intención didáctica, a la patinadora que se le encomienda el papel de Hada de las Lilas le calzan unas zapatillas de puntas de ballet y primero en volandas y luego sobre la gélida lámina, se la hace evolucionar por todo el perímetro. La idea es buena, pero esta artista carece de pies formados en el ballet; ella está mucho mejor y segura sobre sus relucientes cuchillas.

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