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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El Gabinete del Dr. Kalimotxo

Una de las aportaciones clave de la cultura vasca al mundo poco tiene que ver con la alta cocina, la fama de honrados y trabajadores o la aparición de un partido de cesta punta en la cabecera de Corrupción en Miami. Obsesionados con la pureza de la materia prima, los vascos no hemos destacado por inventar cosas. Siempre nos inclinamos por la sencillez del producto, por su esencia. Tanto que nuestros más afamados escultores, en vez de construir nuevos espacios, prefieren crear “vacíos”. Su creatividad se dirige “para adentro” y pueden explorar todo el universo en el interior de una piedra. El pueblo vasco ha viajado y ha descubierto tierras lejanas pero sólo una creación local ha dado la vuelta al planeta y ha quedado como invento vasco genuino. Me refiero, por supuesto, al kalimotxo.

Cuesta reconocer a esta sencillísima receta como motivo de orgullo. Si lo midiésemos por su éxito y vigencia, un katxi de kalimotxo debería aparecer en el centro de la ikurriña, a modo de escudo. Esta mezcla de vino y refresco de cola, queramos o no, es nuestra embajadora en el extranjero. Se escriba con TX o con CH, el cubata de vino, donde va, triunfa. Y para colmo es profeta en su tierra. Podemos comprobarlo este mes de “semanas grandes” en las capitales vascas, más hermanadas aún por el consumo del “vino libre” que por un partido de la selección de Euskadi.

Pero es cierto que su popularidad no ha ayudado a consolidar su prestigio. El kalimotxo tiene mala fama. De cutre, de sucio incluso. Aunque exista una marca modernilla que haya empezado a comercializarlo como el fenómeno hipster de la temporada (los mismos que pusieron de moda la ginebra Hendricks, sí, la del pepino, así que ojo con que de ahora en adelante pidamos con naturalidad el kalimotxo en copa de balón...). En Euskadi pasa como con Sálvame de Telecinco. Somos sus principales consumidores pero ese “cainismo” autóctono nos conduce al rechazo social. Como si lo fácil y lo barato fuera contra nuestros principios.

Es cierto que esa vergüenza no es exagerada: no hay casos de destilerías de kalimotxo escondidas en los montes, ni se sirve en los bares y txoznas en una taza de café para ocultar su contenido... Además el típicamente vasco espíritu corporativo casa muy bien con eso de elaborar y consumir kalimotxo en cuadrilla. Grandes amistades se han fraguado alrededor de unas bolsas de supermercado repletas de cartones de vino, botellas de refresco de dos litros y unas bolsas de patatas fritas para dar más sed y así beber más. No sé si es una tradición con tanta raigambre como las regatas o el marmitako, pero algo hay que nos une y crea identidad.

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