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El valor de una marca registrada

Los 14 músicos cubanos de BVSC rememoran los clubes noctámbulos y hedonistas que proliferaban en La Habana precastrista a ritmo de salsa, guajira y chachachá

La orquesta cubana Buena Vista Social Club.
La orquesta cubana Buena Vista Social Club.LAJOS NAGY (EFE)

El primer motivo de perplejidad lo encontramos con letra impresa en las propias entradas. ¿Buena Vista Social Club? ¿Se refieren a aquel proyecto de recuperación de la música cubana con el que Ry Cooder descubrió al mundo a algunos maravillosos viejitos allá por 1997? En tal caso, debemos advertir de que, por mor de los inapelables dictados de la biología, el parecido entre aquella formación y la que anoche abarrotó el Circo Price es muy modesto. Hace ya varios años que Compay Segundo, Ibrahim Ferrer, Rubén González y Orlando Cachaíto López nos dijeron adiós, así que las coincidencias con la alineación titular se ciñen a Elíades Ochoa, el laudista Barbarito Torres y Omara Portuondo, que originalmente solo interpretaba una pieza. Puede que el concierto de ayer aportara buenas dosis de sabrosura, pero también de confusión, porque la orquesta parece una franquicia y se aprovecha de una etiqueta, una marca registrada. Literal: la denominación BVSC es propiedad de World Circuit, la discográfica del hábil Nick Gold.

Si dejamos aparte que lo acontecido es tan poco legítimo como un concierto de Paul McCartney bajo el rótulo de los Beatles, los catorce músicos cubanos que ayer desfilaron por la Ronda de Atocha ofrecieron una buena muestra de lo que se cuece en una isla de filiación musical incontestable. O se cocía: el Buena Vista evoca y remeda aquellos clubes noctámbulos y hedonistas que proliferaban en La Habana antes de que el castrismo les echara el cierre. Fueron años mágicos para la música popular cubana, edad dorada para el son y otros ritmos adyacentes (salsa, guajira, chachachá) de los que ayer tuvimos amplia representación. También del danzón, baile nacional que nos permitió descubrir en ‘Santa Lucía’ las excelencias de Rolando Luna, un pianista que mueve los dedos sobre el teclado con la pasmosa agilidad de quien batiera huevos.

El virtuosismo es seña de identidad en tierras caribeñas, y los sucesivos solos permitieron disfrutar del timbalero Filiberto Sánchez (El carbonero), el joven trompetista Guajirito Mirabal o el venerable Barbarito, capaz de tocar con el laúd a su espalda en El cuarto de Tula. Papi Oviedo estuvo más fallón con el tres y Elíades no siempre pareció volcado con la causa, además de que deslizó en el repertorio un tema propio y algo autocomplaciente, Estoy como nunca.

El enardecimiento popular se consumó pasada la primera hora, en cuanto asomó por un extremo el vestido blanco de Omara Portuondo. Sus articulaciones se resienten de los 81 años de la reina del filin, pero la voz no. Moldeó admirablemente cada frase del bolero Tres palabras, adelantando o ralentizando los versos, y terminó por desatar las pasiones cuando intercaló La leyenda del beso en No me llores más y se marcó un esforzado baile con Oviedo. El ritmo de esta orquesta medio apócrifa ya era imparable y no cesó, entre vítores, hasta la Candela final.

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