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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Devolver la palabra a la ciudadanía

El Estado de las autonomías está agotado. Si alguna duda quedaba se disipó en la reunión del Consejo de Política Fiscal del pasado jueves

Josep Ramoneda

El Estado de las autonomías está agotado. Ya nadie cree en él. Si alguna duda quedaba se disipó en la reunión del Consejo de Política Fiscal del pasado jueves. Europa acaba de conceder al Estado español una moratoria de un año en sus objetivos de déficit, lo que aumenta en un punto el margen para 2012. Y el Gobierno se niega a compartir con las autonomías este pequeño respiro. Eso sí es deslealtad institucional. El Gobierno libera parte de sus deberes cargándolos a las autonomías. Y sobre todo consagra la idea de que los problemas económicos de España se deben a los despilfarros autonómicos. No es nada nuevo. Me contaba un alto funcionario de la Unión Europea que el Gobierno ha conseguido que en Bruselas esté completamente extendida la opinión de que las autonomías son un agujero sin fondo. Desde las más altas instancias europeas se insta al Gobierno español a que intervenga con carácter ejemplarizante alguna comunidad autónoma. De lo que el Gobierno se queja de Europa (y de Alemania, en particular) —propagación de una mala imagen de España, ventajismo, escasa voluntad de ayudar, negativa a hacer las concesiones necesarias para sacarnos del pozo— es exactamente de lo que está haciendo con las comunidades autónomas. Dicho de otro modo, el Gobierno busca crear un clima para poner en vereda centralizadora el Estado autonómico. Y la FAES suministra la gasolina necesaria todos los días.

Y, sin embargo, una cosa es cierta: el Estado autonómico está amortizado, no ha resuelto el problema para el que fue creado —la inserción de Cataluña y el País Vasco en España— y ha creado enormes bolsas de poder corporativo y clientelar. En la historia de los países hay formas sociales muy arraigadas que se dan por superadas, pero acaban reapareciendo adaptadas a la nueva situación: el Estado de las autonomías ha dado cobijo a una versión posmoderna del viejo caciquismo.

La necesidad de superar esta forma de Estado está en el ambiente. Sin embargo, no se vislumbra un marco de reforma que pueda ser compartido. La eterna cantinela federalista no ha pasado nunca de un eslogan, porque no lo quieren ni los nacionalistas españoles, ni los nacionalistas periféricos. Y el mecanismo oficioso por el que ha funcionado el sistema: pactos bilaterales, no reconocidos formalmente como tales, entre Gobierno español y Gobierno catalán, que después producían un efecto mimético en el resto de comunidades, ya no da más de sí. De modo que estamos en una situación de ruptura entre quienes —encabezados por el Gobierno del PP— creen llegada la hora de la recentralización, atando en corto a las autonomías, y quienes creen —en Cataluña y el País Vasco— que no hay otra salida que el desmantelamiento del Estado por la apertura de los procesos de independencia.

Esta crisis del Estado autonómico llega, además, en un momento de crisis de la democracia. Desde mayo de 2010 cada vez es más difícil hablar de democracia en España, sometida al discurso ideológico que afirma: “no hay alternativa”, “no hay más remedio”, “hacemos lo que hay que hacer” y que no hay libertad para hacer otra cosa. La ministra Fátima Báñez ha apelado ya “a la mayoría silenciosa de buenos españoles”. Los que callan (los buenos) y los que protestan (los malos). Eterno retorno del pensamiento reaccionario. En estas circunstancias, la única forma de resistir al autoritarismo posdemocrático que nos acecha es volver a los principios básicos de la democracia. Y el principal de ellos, devolver la última palabra a los ciudadanos. Un Gobierno que reniega de sus promesas en siete meses debe someterse al control democrático.

Y la crisis no puede servir de coartada para aplazar el debate sobre la arquitectura constitucional. La transformación del Estado autonómico también ha de pasar por las urnas. La esgrima de salón ya no basta. El problema ya no es el pacto fiscal cuyo fracaso está anunciado. Un pacto requiere la disposición de las partes. ¿Alguien puede creer que el actual Gobierno del PP está por la labor? Se puede entretener al personal unos años más con este señuelo, y CiU seguir ganando elecciones con ello, con la eficiente ayuda del PSC, capaz de cargar con el mochuelo de la falta de consenso en el Parlamento catalán, pero es un juego que empieza a cansar. Hay que hablar del día siguiente. Y el día siguiente, en democracia la palabra la tiene la ciudadanía. Salvo que demos por asumido lo que es general creencia en Madrid: que Cataluña gesticula mucho pero nunca da ningún paso.

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