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Desahuciado, sin un duro y parado

Juan A. García, ‘sin techo’ que dormía en un cajero, encontró un trabajo temporal con el que espera salir del pozo

Juan Antonio García.
Juan Antonio García.PERE DURAN

"A las seis de la tarde, la policía me dejó en la estación de autobuses con una maleta. Era el 28 de octubre de 2011. Me acordaré toda la vida”. Así comienza el relato de su caída Juan Antonio García. Tenía 42 años y el banco acababa de desahuciarle por no poder pagar la hipoteca. Sin familia ni ahorros, García se convirtió en un sin techo y acabó durmiendo en un cajero automático de Blanes (Selva). Por el día vagaba por la ciudad y por la noche se acurrucaba en el cajero. “Lloraba y pensaba en matarme”, explica.

García, nacido en Barcelona, llevaba trabajando desde los 16 años, los últimos 20 en un restaurante de Esparreguera (Baix Llobregat). La historia de su descenso social es similar a la de muchas familias que han acabado desahuciadas. La vida le iba bien, tenía ahorros y compró un piso en Blanes porque le apetecía cambiar de aires. La vivienda estaba valorada en 120.000 euros, pero firmó la hipoteca por 180.000. “Tú pide’, me dijeron en el banco”, explica. García iba todos los días a trabajar a Esparreguera y dormía en su piso. Todo iba sobre ruedas hasta que el restaurante cerró, en 2008, por falta de negocio.

El día del desahucio, se quedó dentro de casa a oscuras y cerró con llave. La comitiva judicial llamó a la puerta. No abrió. Estaba sentado en el sofá con un ataque de nervios. “El cerrajero forzó la puerta y entraron dos policías locales con linternas. Les pedí que me diesen dos días, pero me dijeron que no”. Le dejaron en la terminal de autobuses con su maleta. Llovía a cántaros. “Tuve suerte porque se había estropeado un autobús que estaba allí con la puerta abierta”. García pasó su primera noche en la calle, empapado, dentro de un autobús averiado.

Al perder el trabajo, cobró un finiquito de 30.000 euros, con los que tapó agujeros. Le correspondían dos años de paro. Pensó que tenía colchón hasta encontrar algo, pero la crisis se llevó por delante sus esperanzas. El banco no le ayudó —pagaba 850 euros al mes de hipoteca— y siguió con el desahucio. Tampoco el Ayuntamiento de Blanes. García llegó a reunirse con el alcalde, Josep Marigó (PSC). Todo lo que consiguió fue un bocadillo y un billete de tren para Girona. Los servicios sociales de Blanes le estaban enviando a La Sopa, un centro de acogida para personas sin hogar. “Solo podemos ofrecer pisos de alquiler social a personas con un mínimo de ingresos”, explica Marigó. La paradoja es que gente en la situación de García no pueda acceder a ellos.

Nuevo golpe

Al llegar a Girona, García recibió otro golpe. En La Sopa no había sitio. “Me dijeron que cogiese cartones y me fuese a dormir a la estación de tren”, explica. En La Sopa no siempre hay camas para todos, admite la directora del centro, Rosa Angelats. “Desde 2008 cada vez viene más gente”, dice. Al día siguiente García se subió al primer tren de vuelta. En Blanes, los comerciantes se habían acostumbrado a verle rondar por la zona de la estación de autobuses. Paco Marín, dueño de la cafetería de la estación, le daba cafés y bocadillos, pero al principio García los rechazaba por orgullo. “Quería disimular que vivía en la calle”, recuerda Marín, acostumbrado a ver a personas sin hogar rondando por la estación. “Aquí hay mucha gente durmiendo. Cada día viene uno nuevo”, afirma.

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A García le abrumaba la soledad, aunque estaba agradecido por la ayuda de algunas personas, como el director de la oficina bancaria, que dejaba puesta la calefacción unas horas más, y las trabajadoras de un geriátrico, que le llevaban comida. Estaba destrozado. “Me encerraba en el cajero y lloraba durante horas”. Tampoco podía recurrir a su familia: sus dos tíos, ya jubilados, mantienen a sus hijos, desempleados. Un día el dueño de un bar le echó de mala manera: “Aquí no queremos vagabundos”. García le contestó: “Rezaré por usted para que nunca le pase esto”.

Cuando la cosa no podía ir peor, García tuvo un golpe de suerte. Se cruzó por la calle con un miembro de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). “Me preguntó qué me había pasado”, explica, pero le seguía dando vergüenza contar su historia. Ante la insistencia, cedió, y el chico le fue a buscar al cajero al día siguiente y le llevó a darse una ducha, le pagó el desayuno y le animó a pedir trabajo. Sin saber que dormía en un cajero, el dueño de un restaurante le hizo un contrato de seis meses. Aterrorizado con la idea de acabar de nuevo en la calle, García no le contó su caso hasta el pasado sábado. Tras meses de zozobra, su vida rueda de nuevo. Acude a las reuniones de la PAH, donde encontró el apoyo que necesitaba. Aunque su estabilidad es frágil, García vuelve a sonreír.

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