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LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Vidas de Santos

El compositor invita a los espectadores a debatir sobre la cultura al término de una de últimas funciones de la Schubertnacles humits en el Lliure

Una imagen de Schubernacles Humits en el Lliure de Gràcia.
Una imagen de Schubernacles Humits en el Lliure de Gràcia.FRANCESC MESSEGUER

Al final de la última de las representaciones, la semana pasada, de Schubertnacles humits, su creador, Carles Santos, tras haber correspondido con los demás interpretes a los aplausos del público saludando al modo espasmódico que le caracteriza, tomó de manera imprevista la palabra e invitó a los presentes que habíamos llenado el Lliure de Gràcia a participar en un debate en el vestíbulo. “Hace años habíamos hecho mucho este tipo de actividades”, apostilló, con —creí intuir— un punto de ironía, como si esas actividades pertenecieran a vidas anteriores, ya lejanas, del músico de Vinarós.

Fue así como el vestíbulo se convirtió en puro 15-M para hablar, sin planificación previa, de los dineros de la cultura, la exclusiones de la cultura, las perversiones del poder con respecto de la cultura, etcétera. Salieron viejas expresiones que uno creía arrumbadas en los archivos de los 70, como “trabajadores de la cultura”, y también, cuando ya llevábamos un buen rato de asamblea no autorizada —la dirección del Lliure advirtió de que carecía de permiso para ese tipo de actos espontáneos—, aquello siempre tan resultón de: “Previamente, deberíamos ponernos de acuerdo sobre qué entendemos por cultura”. Ay, dios. Fue en ese punto cuando Santos volvió a tomar la palabra: “Cultura es una forma de vivir. Así lo creímos durante la Transición”.

Diana. Santos ha alumbrado una nueva vida ante Schubert. Una vida que poco tiene que ver con la que le enfrentó dolorosamente a Bach en La pantera imperial o bulliciosamente a Rossini en su versión de Il barbiere di Siviglia. En este caso el protagonista/antagonista de la sencilla fluidez del gran compositor vienés es un enorme altavoz en el centro de la escena: un altavoz que habla, grita, canta, se enternece, llora, mea y esclaviza a quienes se le ponga a tiro, que en este caso son una actriz (Mònica López, espléndida), una directora de orquesta (Dolors Ricart), una violinista (Cati Reus), un pianista (Carles Santos) y todos los que allí nos encontrábamos.

Con estos mimbres teje Santos una gran parábola sobre el compositor vienés que parte de la Inacabada como símbolo de su hondo espíritu romántico para regresar a ella, al final de la obra teatral, como encasillamiento, repetición, esclavitud, provocación: enfrentada al altavoz, la directora dirige la coda de esa gran sinfonía como una veintena de veces, sin poder acabarla nunca —la inacabable—, porque una y otra vez el altavoz la repite sin ton ni son, como si fuera la computadora Hal enloquecida, hasta que la directora deja de dirigir, baja los brazos rendida al fin y el altavoz se la traga en los interiores húmedos de su membrana caníbal: Schubert en la era líquida de la reproducción discográfica.

La actuación de los personajes ocurre en los márgenes de los dominios del altavoz omnipresente y todopoderoso. Es ahí donde regresan las eternas vidas anteriores de Santos, su pasión por los fluidos —corporales o no—, por las palabras repetidas como disparos, por el piano como lugar de paso o elemento de percusión sin contemplaciones —el aporreo llega a crear angustia— y, cómo no, su música martilleante hasta la tortura de sus dedos y de nuestros oídos, una inmolación como cualquier otra. Y es, en medio de ese caos cada vez más significativo y coherente, donde surge como un tótem inalcanzable la gran imagen erótica que nunca ha de faltar en sus espectáculos: esa ingenua, infantil sonatina que el pianista interpreta con la violinista sobre sus hombros, ella con un vertiginoso escote de espalda que llega hasta dónde se anuncian las nalgas.

O ese otro momento de pura poesía brossiana en el que Mónica López, con una entonación y una cadencia perfectas, cuenta hasta 31, los años exactos que vivió Schubert, cuatro menos que el niño oficial de la música clásica que siempre ha sido Mozart, vayan ustedes a saber por qué. Y de golpe ese recuento, tan simple como desgarrador, dibuja con mágica intensidad la brevedad de una vida condenada por la sífilis, un suspiro apenas entre dos silencios insondables.

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