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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La patria laica

A la hora de publicarse estas líneas, ya ha concluido la final de Copa. Un equipo está encantado y otro bebe el amargo cáliz. Es algo raro escribir de esta manera. Pero el deber exige sobreponerse (quién sabe a qué sentimiento, que es el que ahora nos invade) y glosar las extravagantes declaraciones de la presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, días antes del partido.

Ante la sugerencia (más bien la impertinencia) de que se suspendiera el partido caso de haber pitada durante la emisión del himno español, hay que decir que Esperanza ha demostrado un talante nada liberal. “Amo a mi patria moderadamente”, escribió Javier de Bengoechea, bilbaíno, uno de los mejores poetas en lengua castellana del siglo XX. Por cierto, la patria que eligió Javier era la de Esperanza, pero la amó de otro modo. Eso distingue a los caballeros (y a las damas) de quienes no lo son: no es la patria en sí, sino la forma de quererla.

En el Estado español hay un problema. Conmueve la tozudez con que algunos se empeñan en negar su existencia. A mí no me gusta que se silbe ningún himno, ni que se quemen banderas, ni que se vejen los sentimientos de nadie, pero la cortesía no es excusa para impedir el debate sobre ciertas cuestiones. Hay naciones exitosas (Estados Unidos, Francia, Suiza) y hay naciones fallidas (España, Chipre, Bélgica). La apreciación no es intencionada, es objetiva. Podrá gustar o no (según dónde uno se ponga), pero es así. Por cierto, Euskadi también es una nación fallida: lo fue al no configurarse como tal hace dos siglos o dos siglos y medio; y hoy sus límites o su identidad son contestados por una parte apreciable de su misma población.

En las naciones fallidas, hay una sola fórmula para garantizar la convivencia: la laicidad. Laicidad debería significar que el poder público no impone sentimientos nacionales, del mismo modo que no impone religiones o ideologías. En las naciones fallidas, el carnet de identidad sería un documento sin banderas; los himnos, una cuestión particular; las lenguas, la opción por una o varias. Esperanza Aguirre no tiene ningún derecho a torturar los oídos de 40.000 vascos y catalanes con sus particulares melodías, del mismo modo que en mi país, que no es el suyo, las banderas, los himnos, las profesiones de patria, las afirmaciones históricas, deberían ser el fruto de una opción personal.

Los que creemos en el Estado laico (bastantes menos de los que afirman creer en eso) deberíamos ampliar ese principio a la cuestión nacional: que no te impongan la patria, que no te impongan los himnos, las banderas, las fuerzas armadas, los aberri egunas, la Roja, la Verde, los reyes o el día de la comunidad foral. Un Estado neutro que administre justicia y garantice que en las calles no te agreden. Y la vibración patriótica celebrada con los nuestros, sean estos los que sean, y con una cortés reverencia a los de allá.

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