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OPINIÓN

Historia del bárbaro y el valedor

El tono de algunos altos cargos electos es similar al de los asistentes a los ‘reality shows’

En Historia del guerrero y de la cautiva, Borges recoge el caso de Droctulft, un bárbaro longobardo que en el asedio de Rávena, deslumbrado por aquel mundo desconocido, abandonó a los suyos y murió defendiendo la ciudad que había atacado. Según el epitafio que le dedicaron los raveneses, terribilis viste facies mente benignus (“su terrible faz era el templo de una mente buena”, traducido como pude). “No fue un traidor (los traidores no suelen inspirar epitafios piadosos), sino un iluminado, un converso”, dice Borges, a quien el episodio le recuerda otro que vivió su abuela inglesa. Esposa del coronel Francisco Borges, destinado en la frontera de Buenos Aires con la Pampa, en aquel finisterre austral conoció un día a una compatriota, superviviente de una incursión de los indios que acabó con su familia, y que ahora vivía entre ellos. Una británica que no quiso volver a serlo, pese a la oferta de protección de la abuela Borges. Aunque los dos casos, el del guerrero del siglo VI que abrazó la civilización y el de la cautiva en la Pampa que la desdeñó, pueden parecer antagónicos, no lo son, concluye el autor de El Aleph: “A los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón”.

 A mí la historia del guerrero germánico me sugiere la peripecia de otro Benignus, López, el ocupante del puesto de Valedor do Pobo. Que su entorno familiar fuese de tradición socialista no viene al caso (aunque sí vino para que lo propusieran y nombraran). Que con una formación y una experiencia jurídica que le hace perfecto conocedor de las obligaciones, cometidos y límites de su cargo se esté conduciendo como se conduce, solo se entiende porque ha experimentado una revelación. Un ímpetu secreto de esos. Aquí lo antagónico es que aquel nuestro lejano pariente suevo de nombre impronunciable que ve una ciudad —“y sabe que en ella será un perro, o un niño, y que no empezará siquiera a entenderla, pero sabe también que ella vale más que sus dioses y que la fe jurada y que todas las ciénagas de Alemania”—, no pretendió conservar los escasos privilegios que podría tener en su tribu cuando cambió de bando. Los honores los recibió póstumamente. Sin embargo, nuestro Benigno actual, sin apearse de la atalaya que se le dio para vigilar la gestión de la Administración, la usa para defender sus políticas, conservando armas y bagajes como cargo, salario y coche. Como advertía Noel Clarasó, el amor es ciego, pero los vecinos no. En este caso los ciudadanos que observan atónitos ese comportamiento.

Sin cuestionar la probada capacidad de seducción personal de Alberto Núñez Feijóo, yo atribuiría desvaríos como los que ejemplifica nuestro Valedor a la todavía más contrastada fascinación del poder. Una atracción que, como el anillo de la obra de Tolkien, se proyecta tanto hacia el exterior como hacia el interior, y puede convertir al poseedor de una persona normal dotada de capacidades apreciables y de mejores intenciones en un Gollum ajeno y ciego a cualquier cosa que no sea tenerlo. Casos de gollums en política hay cientos, y si esto fuese una red social invitaría a cada lector a sugerir al suyo. Yo pondría dos ejemplos, para que no digan —el otro día un colega de Intereconomía me calificó de agente de Rubalcaba— de quien, independientemente de su mejor o peor gestión, y de que tengan o no razón, con sus declaraciones han perdido no ya los estribos, sino el jinete.

Uno, el alcalde de Vigo, en los términos de su digamos crítica al editor de La Voz de Galicia. El otro, el presidente extremeño y extremado, ofreciendo unas hostias —si ellos no se cortan, yo tampoco— al alcalde de Barcelona por haber cuestionado la prioridad del AVE a su región. Si el tono de los altos cargos electos es similar al de los asistentes a los reality shows o al de los implicados en las trifulcas tabernarias, es de temer que su acción política tienda a ese mismo modelo. Ya sabemos que esas actitudes son fruto del amor loco por su circunscripción y sus electores, pero abusando de Clarasó, en general nadie se enamora como un loco, sino como un tonto.

Para evitar ese mal de altura del poder, aunque no pareció dar mucho resultado, en los albores de la Roma que deslumbró a Droctulft, los generales victoriosos iban acompañados en los desfiles triunfales por esclavos que les iban susurrando Memento mori (“recuerda que eres mortal”). En nuestra sociedad ese cometido está asignado —con resultados similares— al electorado, a la prensa y a instituciones como… vaya… el Valedor do Pobo.

@sihomesi

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