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Debilidad confesa ante el sabio humilde

James Taylor engatusó anoche a sus seguidores en el concierto de La Riviera No repudió ni uno de sus éxitos y se granjeó un silencio reverencial

Los mitos no existen, nos enseñaron nuestros mayores. Incluso los cerebros más preclaros, aquellos hombres y mujeres que dignifican esta poquita cosa que somos como especie animal, se levantan con los ojos embadurnados de legañas, padecen molestias estomacales y visitas al urólogo, amargan la vida a sus seres queridos y hasta alguna vez se les escapa una mala contestación a los más pequeños. Los mitos no existen; lo sabemos bien porque los mayores somos ahora nosotros. Pero más de un asistente al concierto que James Taylor ofreció anoche en La Riviera estuvo tentado a sucumbir, siquiera tenue y tangencialmente, en el ridículo pecado de la idolatría.

Confesemos nuestras debilidades, al menos aquellas que nos ennoblezcan. Es difícil concebir la indiferencia ante ese hombre larguirucho de 64 años, con aires de sabio humilde, en el que se han fijado no menos de mil, o cien mil trovadores a lo largo de estas cuatro últimas décadas. Todos ellos afilaron el lápiz y asieron la guitarra acústica con la pretensión suicida de escribir una canción que rivalizara con Country road o Fire and rain. Todos analizaron cada nota en esos arpegios pellizcados con uñas de seda. Todos acabaron rindiéndose ante la evidencia: James Taylor solo hay uno.

Abrió la noche el de Boston con Blossom, acaso el más prodigioso de entre sus títulos que no alcanzaron el éxito, y los 2.000 asistentes largos parecieron inmersos en un colosal proceso colectivo de abducción. Cantaba nuestro bardo sexagenario y fluían las notas limpísimas y cristalinas, con la naturalidad de quien, lejos de sentir el escozor de los focos, anduviera canturreando mientras recorta las gardenias del jardín.

Salvo Little more time with you y Copperline, todas las canciones que escuchamos anoche superan los treinta y muchos años de singladura. Su escucha invita a rememorar cálidos tiempos de inocencia, asombrarse ante la fugacidad de nuestras vidas y admirar el carácter imperecedero de algunos estribillos engañosamente sencillos. Taylor alarga y juguetea con las frases, pero elude el peligro de la dylanización: recrea los originales sin llegar a demacrarlos. Y afronta los pasajes más agudos sin que nadie en el auditorio tema por la integridad de sus cuerdas vocales.

James no repudió ni uno solo de sus grandes éxitos y se granjeó un silencio reverencial incluso durante los parlamentos, aunque le hayamos escuchado o leído esas mismas historias en docenas de ocasiones: escribió Carolina in my mind en Formentera, Paul McCartney y George Harrison le ficharon tras una audición de Something in the way she moves, concibió Sweet baby James como una nana para su sobrino. Puede que la interpretación de esta última pieza, coloreada con un acordeón maravilloso, fuese lo más conmovedor que hemos escuchado junto al Manzanares desde que Van Morrison nos suministrara la medicina de The healing game en el frío febrero de 1997.

Y así siguió engatusándonos Taylor, el sentimental (Lighthouse), el vigoroso (Steamroller), el temerario cronista del amor en eclosión (Your smiling face). Y nos presentó a su esposa, Kim Smedvig, como corista en You've got a friend, pero no habría sido necesario: para entonces, dos mil gargantas se estremecían coreando You just call out my name..: como en una inmensa epifanía de la fraternidad.

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