Ese pañuelito blanco

El universo de los tópicos españolistas se encuentra a sus anchas en una zarzuela tan intelectualmente castiza y hasta patriótica como La chulapona. Hay toreros, cafés-cantantes con tablao flamenco, chotis colectivos, chulos, organilleros, pícaros y un madrileñismo latente que, visto desde hoy, despierta nostalgia, no tanto por la añoranza de un tiempo pasado sino por la idealización de unas circunstancias históricas. El interés principal de esta zarzuela hoy es, si me apuran, de carácter casi antropológico.

Da idea sobre la supervivencia de un género lírico en la primera mitad del siglo XX —se estrenó en la década de los treinta— y sobre la historia de un país y su reflejo en las artes escénicas. Tal vez en esa apoteosis de lugares comunes y realidades inventadas es oportuna la reposición de una puesta en escena estrenada en este mismo teatro hace 24 años. Actos como el segundo resultan, vistos desde hoy, excesivos, pero otros como el tercero mantienen inspiración y lucidez.

El reparto es de libro, con artistas tan implicados en el género lírico español por antonomasia como son Milagros Martín, Jesús Castejón o Luis Alvarez, reforzados por la savia nueva que aportan Susana Cordón, Antonio Gandía o una cantaora tan competente como Eva Durán. Con todo ello, y con la dirección musical entusiasta de Miquel Ortega, el espectáculo fluye y se ve con agrado, pese a sus evidentes limitaciones. Gerardo Malla se duplica en una doble dimensión de director de escena y actor, con una corrección impecable, por muy alejado que uno se encuentre de sus planteamientos escénicos. Los extranjeros presentes en el estreno estaban deslumbrados y el público, en general, disfrutó de lo lindo.