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Éxtasis en San Mamés

Los jugadores del Athletic de BIlbao celebran el primer gol.
Los jugadores del Athletic de BIlbao celebran el primer gol.Luis Tejido (EFE)

Era sí o sí. Era una disputa entre el que la busca y el que la encuentra. Era la fe frente al oficio. Era el credo ante la salve (para quienes crean en los sortilegios). Eran los chicos del infierno feliz donde habitaba el Athletic desde 1977 cuando jugó (y perdió) su única final europea, de la UEFA contra el Juventus, deseando tocar cielo, el pelo del cielo, aunque solo fuera la alfombra del cielo. Rascar bola, que se dice en el argot. Ser o no ser. Y fue. Fue por fe, venciendo la adrenalina de un comienzo indescriptible, un intermedio inquietante, tras el empate del Sporting, y un final como hacía décadas que no se veía en San Mamés. Nunca desde los años ochenta había sido Bilbao, Bizkaia, tan íntimamente feliz.

Y todo en tiempos de crisis, de anomía, de falta de templanza. Todo en un escenario de barriada, pero con una obra de García Lorca entre las manos. El Athletic alcanzó su segunda final de la temporada, esta vez europea, tras la de la Copa del Rey y aún ansía conseguir una plaza en la Liga de Campeones. Nunca Bilbao, ni en sus canciones más tradicionales, fue más grande, más fanfarrona.

Y sin embargo, estaba el yu yu de lo que pudo haber sido y no fue en el Camp Nou y en el Bernabéu; en la conjunción astral que penalizaba a los inquilinos del campo y favorecía a los alquilados.

Una suerte de infortunio que castigaba a quienes creían que la jerarquía tenía sangre azul y en los palacios reales no existían los okupas. Pero haberlos, haylos. Si la fe del Athletic es inquebrantable, el oficio del Sporting de Portugal, indudable. Que el equipo portugués le iba a ceder la iniciativa al rojiblanco estaba cantado. Que se iba a acurrucar en su medio campo para tener más terreno por el que campear si llegaba el caso, era inevitable.

La cuestión era saber si el conjunto de Bielsa iba a saber qué hacer con la iniciativa, es decir, cómo transformarla en ocasiones de gol. Lo supo pronto. Pronto entendió que, a diferencia de lo que ocurrió en Lisboa, Llorente ganaba todas las batallas a los grandullones centrales del Sporting, cuando era uno contra uno, y que Ibai Gómez sabía cómo aprovechar los despistes habituales de su marcador, Pereira, volcánico, pero despistado a poco que se le mueva la diana. Entre la anemia del Sporting, en su salida, como a ver si llovía o salía el sol, se cruzaron Muniain, con un centro medido, que Llorente dejó con el pecho hacia atrás, en su enésima victoria particular, para que Susaeta marcara a bote pronto. El escenario se había iluminado muy pronto, en apenas 17 minutos. El fogonazo fue descomunal. Llorente podía con las torres gemelas del Sporting y Javi Martínez exhibía una soberanía en el juego defensivo que invalidaba los artificios del equipo portugués.

Pero el Athletic tiene el problema en sí mismo. Su gran peligro no está en la táctica, en la actitud o en la ocupación del campo, sino en las pérdidas de balón. Su conjura con la pelota, su afán por cuidarlo como a un bebé, esté donde esté, le lleva a congelar tanto la mirada que se olvida de él y al final se lo roban. Y lo perdió Herrera en el parque del área y lo encontró Wolfswinkel, que no se había visto en otra similar. Y la enchufó, agradecido.

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El Athletic notaba la intermitencia del medio campo. Herrera era un semáforo automático y Muniain solo organizaba el fútbol de los que salían, no de los que entraban. Por ahí transitaban Martins y Pereirinha con pasillos amplios, solo cerrados por la grandilocuencia de Javi Martínez y Amorebieta.

El arma estaba en los costados. El Athletic tenía el costillar terso, pero los costados ágiles. Y del costado, de la zona bíblica del fútbol, salió la lanza de Ibai Gómez para estampar en la red un centro de Llorente. El Athletic recuperaba la jerarquía y frenaba en seco, en apenas dos minutos, la autoestima del Sporting, condenándole a un suplicio que esperaba curar en el vestuario.

Así que, vista la altura del patíbulo, prefirió especular con un solo golpe de soga. Y la soga la puso Llorente, en una nueva asistencia de Ibai Gómez que el delantero de referencia empujó a la red tras dar el balón en el poste ante el sorprendido Rui Patricio. Si la fe mueve montañas, el Athletic movió todas las cordilleras hasta convertir el fútbol en una planicie por la que encontró la carretera que lleva a Bucarest, el destino soñado.

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