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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Conversación con un cura

Se avisa de que lo que sigue es la reflexión de un ateo incorregible que tan solo reclama su derecho a la voz con el mismo ímpetu que el derecho al voto que ejerce solo cuando alguien se lo merece y, si no, lo deja a la puerta del colegio electoral, en stand by. Lo digo porque hace años que pienso, con el debido respeto, que no hay nada más antiguo que sacar la efigie de un santo a hombros a pasear por las calles del pueblo como si fuera un torero (digamos que El Cid, el maestro) que lo ha bordado en La Maestranza.

Hace un año charlaba con un amigo cura (sí, se puede ser ateo y tener un amigo cura, porque yo hablo con él, no con Dios) sobre el verdadero espíritu de la Semana Santa. Le dolía en el alma —¿dónde si no?— la falta de fe que se advertía en la semana del año de la religión católica, como si las procesiones fueran un acto teatral, nada sacramental, con un par de saetas y un esfuerzo supino para mover esas moles magníficas de Juan de Juni, Salzillo, Berruguete o el italo-vallisoletano Leoni.

Yo, desde la acera contraria a la fe, le contestaba que el negocio santo no le iba mal a sus jefes: insertado en el calendario turístico, tiene el futuro asegurado, pero, sobre todo, entretejido en la piel popular, asumido como un reto de cada ciudad, cada pueblo, por ser mejor que el otro, por atraer más alemanes o vascos, más ateos o infieles. Al menos, no se verá afectado por la reforma del mercado laboral de la fe, aparente, es cierto, pero las apariencias hace tiempo que no engañan.

Yo quería darle ánimos y me daba cuenta de que cada uno de mis argumentos era tan malvado como la lanza de Longinos atravesándole el costado. Él es buena gente, tan bueno que por no alterar el catálogo de principios de la jerarquía —obediencia debida— se enfrenta a los suyos acumulando derrota tras derrota. Le recordé que en una de las procesiones, un macero municipal había caído en pleno trayecto, tras un continuo balanceo, víctima de los efluvios de Justerini & Brooks, más conocido en el mundo del whisky como JB con hielo (en este caso, el hielo se había terminado y seguramente ese fue el problema).

O que la gente solo mida el esfuerzo, trate de que su coche, digo su santo o su virgen o su nazareno, sea el mejor de la cuadrilla, y su cena posterior, la más abundante y mejor regada de la compañía. En el fondo, le dije, es un fervor popular, ligado al pueblo correspondiente, en su afán anual de hacerlo visible, de cumplir con sus ancestros. Por eso lloran cuando llueve. Lloran por ellos mismos, no por Dios, ni por la Virgen de la Soledad. Y lloran por el turismo, y porque les toca un año de cada 10 o cada 20 romperse el hombro con el santo a cuestas. “¿Como cuando llueve en La Maestranza?, me dijo. “Igualito, compay”, le dije. “Pues me voy a rezar para que no llueva”, me dijo. Y ya no le dije nada.

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