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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un mesías retrospectivo

"Parece una broma de mal gusto, que ofende más a quienes estuvieron a su lado que a quienes ya entonces sabíamos que la Generalitat estaba en manos de un mentecato con ínfulas de líder carismático, en la estela de aquel Gil y Gil que gobernó Marbella sin el menor recato"

Los años de gobierno de Francisco Camps son la peor catástrofe que se ha producido hasta ahora en la historia de la política autonómica valenciana. Y a las pruebas me remito. Pero él está feliz, se considera un gran hombre. Lo ha explicado en una revista de moda. “Mi bagaje es impresionante”, afirmaba en las páginas de Telva, entre fotografías tomadas en “su querida Albufera”. Ha tenido que salir él mismo a decirlo. Lo que ya resulta sintomático, dado que nadie lo había hecho, pese a que se siente “más preparado que nunca para ser presidente de la Generalitat o del Gobierno”. Camps está eufórico, hasta un punto que raya con la histeria, tras su absolución en el juicio por sus relaciones con una trama corrupta. Fue un gran presidente. ¿Cómo no se da nadie cuenta?

“El hombre más perseguido de España”, a decir de la publicación que recogió sus incongruencias, está ansioso por “dar clases”. Seguramente explicaría en ellas que “durante el invierno nuclear de Zapatero, Valencia alumbraba el camino del futuro de España”. Parece, es cierto, una broma de mal gusto, que ofende más a quienes estuvieron a su lado y hoy se avergüenzan de las consecuencias que a quienes ya entonces sabíamos que la Generalitat estaba en manos de un mentecato con ínfulas de líder carismático, en la estela de aquel Gil y Gil que gobernó Marbella sin el menor recato.

El problema es que tiene razón en algunas cosas. “Lo único que he hecho es ganar elecciones”, señala. Y es cierto. Sin la complicidad de una ingente maquinaria de partido, sin la coartada de un coro mediático bien alimentado, sin el recurso a una financiación electoral sospechosa, pero también sin una amplia complicidad social, Camps no podría formar parte hoy de la galería de nuestra ignominia. La complicidad social no es un asunto que pueda dejarse pasar frívolamente. En aquellas mayorías absolutas y su populismo enloquecido hay un fracaso colectivo del que no podemos librarnos, como sociedad, con un gesto aprensivo o de displicencia.

Camps fue un producto nuestro, de los valencianos, de ciertos valencianos sobre todo. Y quienes lo criticamos entonces tenemos derecho a que no se pase página sin más sobre su diarrea triunfalista de jugador de ventaja. Aunque sólo sea porque fuimos tildados de antivalencianos, de reticentes y de resentidos, autores, por lo visto, de una ceremonia de “terrible tergiversación”, en palabras del gran líder. Hablemos de Camps y del efecto disolvente de su retórica victimista. Apuntalemos los esfuerzos por salir adelante, por empujar el carro fuera del lodo de la ruina y el descrédito en que estamos sumidos. Que vayan a la cárcel quienes se aprovecharon del delirio (hay trabajo a destajo en este ámbito) y paguen su precio político quienes lo secundaron. Pero no lo olvidemos. No hay nada más grotesco que un mesías desenmascarado, ni más peligroso que una sociedad amnésica.

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