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El político más simpático

El líder popular es rápido, ingenioso y un gran animador de ambientes

Javier Arenas, candidato del PP.
Javier Arenas, candidato del PP.SCIAMMARELLA

A Javier Arenas se le veía venir desde chico. Rápido como una centella, ingenioso, listo, habilidoso y arrolladoramente simpático, en su familia enseguida supieron que el niño, que se decantó pronto por la política, llegaría muy lejos. Y lo hizo: vicepresidente del Gobierno de España, varias veces ministro y secretario general del Partido Popular, pero nunca presidente de la Junta de Andalucía, una empresa a la que se ha dedicado con ahínco y que a estas alturas de su vida (54 años), más que una espina, es ya una esquirla que lacera su orgullo desde hace casi dos décadas y a punto ha estado de gangrenarle el ánimo.

En tres ocasiones lo ha intentado y en tres ocasiones ha naufragado. Ahora vuelve a probar con todo de su parte y muchísimo vértigo. Porque el fracaso el 25 de marzo no dejaría espacio para una nueva oportunidad, aún en el caso de que su legendaria pericia para la supervivencia le hiciera reaparecer y mantenerse a flote. Sería en otra esfera, en otro estadio, en otro tiempo, quizás. Es el último cartucho que le queda para conquistar el Palacio de San Telmo y si yerra arrastrará el estigma de perdedor hasta el final de su carrera política como un galeote su cadena.

Tiene el don de adquirir el color del medio que le rodea

Segundo de cuatro hermanos y de padre abogado, gusta decir que es natural de Olvera, pueblo de la serranía de Cádiz del que procede su familia, para escapar del baldón de señorito sevillano que le han colgado sus adversarios y con el que le asaetean al menor descubierto. Sin embargo, nació en la capital andaluza el 28 de diciembre de 1957 —fecha alegórica de su célebre sentido del humor— y ha sido en esta ciudad donde ha estudiado Bachillerato (Colegio Claret), Derecho, y se ha hecho como político, primero en la democracia cristiana y la finada UCD, y más tarde en el PP de José María Aznar.

Sobradamente conocido en Andalucía, Javier Arenas está incrustado en su paisaje, que ha recorrido en estos años palmo a palmo con usos y disciplina de congresista estadounidense. Pequeños grupos, charlas aderezadas con referencias locales, besos, abrazos, palmaditas. De una memoria prodigiosa, recuerda nombres y anécdotas con las que encandila a los incondicionales y desarma a quienes se le acercan recelosos. Regala una sonrisa y una palabra cómplice a cada uno.

Siempre manejando los hilos de la oposición al PSOE de Andalucía, bien desde la atalaya madrileña o desde la cercanía, su organización le obedece de manera castrense, como si se tratara de un tercio legionario, mientras él hace y deshace sin que nadie se atreva ni a matizarle. Le basta arquear una ceja —un gesto característico que sus enemigos leen como la viva expresión del alma taimada y marrullera que le atribuyen—, para que se organice un correteo incesante de mandos y asesores prestos a no defraudar al jefe. Tiene sus tácticas. Cuando en 1996 perdió frente a Manuel Chaves y se fue a Madrid a continuar escalando delegó en dos segundos, a quienes puso a competir fogueando la rivalidad entre ellos, de modo que él pudiera seguir administrando el poder como un Salomón ecuánime en medio de la porfía.

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Se ha llegado a apuntar a la teoría de la conspiración del 11-M

En estos momentos —alejadas ya figuras tan magnéticas como Manuel Pimentel o Amalia Gómez, que le acompañaron en las primeras campañas y en el Ministerio de Trabajo— cuenta con Antonio Sanz, secretario general del PP andaluz, como único guardián de las esencias de su liderazgo. Sanz es un apéndice que sirve para cualquier cosa, para un roto y para un descosido. Barrera y brazo ejecutor. Él es el que atrae las antipatías internas de los cuadros descontentos, al que culpan de las decisiones controvertidas, o el que atiza a la Junta y al PSOE con una dureza tan aprendida e impostada como inmisericorde (no hay límites).

Agudo y divertido conversador, Javier Arenas está especialmente dotado para la homocromía. Esto es: para adquirir el color del medio que le rodea y confundir a propios y extraños. Tal cualidad, que le permite empatizar con un extremo y con el otro con una facilidad asombrosa (según requieran las circunstancias), a veces funciona en su contra porque abunda en la fama de vendedor de baratijas y de sevillano trilero, capaz de engañar a la concurrencia con verborrea de charlatán de feria. Se le ha visto defender el centro, la modernidad, el diálogo con los sindicatos, la concordia, la mesura… Y a la par, encabezar manifestaciones contra la negociación con ETA envuelto en soflamas ultras, invocar a la familia tradicional y católica, clamar por la cadena perpetua e incluso apuntarse a la teoría de la conspiración del 11-M.

Este es el filón que más trabajan los socialistas, quienes presentan a Arenas como un chisgarabís tramposo, frívolo y sin escrúpulos. Un político abrazafarolas cuya única meta es el poder. El otro flanco que atacan es la supuesta imagen de señorito (reflejada, sostienen ellos, en las encuestas), que alimentó sobremanera la infausta fotografía con el limpiabotas del Palace de Madrid en los años noventa. Caricatura esta, en puridad, muy alejada de la realidad de un político sin ínfulas de cuna y muy urbano —aunque presuma de una rica antología de presuntos dichos de Olvera diseñados para conectar— que nunca ha tenido orígenes ni costumbres cortijeras.

Entre sus compañeros de Madrid ejerce de andaluz arquetípico. Anima foros y reuniones con chistes y requiebros, circunstancia que no menoscaba su reconocimiento como un político todoterreno y experto, especialmente apreciado por Mariano Rajoy, a cuyo ascenso y entronización contribuyó comandando la estrategia de los barones territoriales de su partido para frenar los embates de las belicosas huestes de Esperanza Aguirre en el congreso de Valencia. Ha renovado confianza en el cónclave reciente de Sevilla y se dice que es el que más influye en el presidente.

Javier Arenas, el hombre avispado y simpático de la política andaluza, el eterno aspirante a la Junta que ha entreverado ministerios y otros cargos nacionales en su larga carrera de fondo para llegar a lo más alto en su tierra, tiene ahora a su alcance arrancarse esa esquirla personal que lleva clavada tanto tiempo. Jamás estuvo tan cerca.

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