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El bar castizo, en peligro de extinción

Un movimiento creciente reivindica la estética, precios y ambiente familiar de la tasca tradicional

Barra del bar Los Caracoles.
Barra del bar Los Caracoles.SAMUEL SÁNCHEZ

Junto al bar Marian acaba de abrir un negocio de perritos calientes. Los hambrientos que recalan cada noche en Tirso de Molina compran uno y se sientan a comerlo en un banco con una cerveza de las que venden los lateros. Justo frente al Marian. Los camareros del bar los miran despreocupados a través del escaparate y siguen sirviendo cañas en la barra tras una selva de lechugas coronadas por chipirones.

Hambrientos y sedientos de la última cerveza. El Marian ve cómo se le escapa parte de su clientela de base, pero ha resistido golpes peores. Es un superviviente de una raza amenazada el centro de Madrid: los bares clásicos, de viejos, cañí, cutres, españoles, manolos, de abuelo o como quiere llamárseles. En su caso tiene una amplia terraza como seguro de vida. La mayoría de los de su clase (tragaperras, servilletas en el suelo, palilleros en las mesas) carecen de esa arma. Y continúa la inexorable desaparición.

Vecinos, entusiastas de los precios bajos, despreocupados por la estética o todo lo contrario: detractores del diseño impersonal y la expansión de las franquicias. Los bares tradicionales siempre han tenido incondicionales, pero estos días un corto de modesto éxito en Internet ha suscitado miles de adhesiones a la causa. Plasma testimonios de los dueños de los bares Lozano, Noviciado, Palentino y la marisquería Das Meigas. Su nombre, La muerte del bar español y la invasión del plato cuadrado se inspira en una luminosa frase de Luis Ángel García, patrón de la menos luminosa cervecería Noviciado: “En un sitio de esos [moderno]te van a cobrar 20 euros por un plato de jamón (…) y aquí 11, pero como el plato es cuadrado, mola”.

Los autores de la película son David Álvarez, realizador, e Ivar Muñoz Rojas, periodista musical. “No teníamos ninguna pretensión”, explica Ivar. “Tampoco aversión al diseño, solo que hay mucha tomadura de pelo: hay sitios donde te plantan cuatro muebles de Ikea y quieren convencerte de que es genial”. Ivar asegura que no defienden una nostalgia de lo rancio: “No nos gusta la caspa ni somos procastizos a lo Torrente, pero es que parece que Madrid ahora tiene que ser Williambsburgh”.

Una estética en crisis

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No hay datos que documenten a qué velocidad están desapareciendo estos establecimientos. El Ayuntamiento de Madrid no contempla una estadística de bares de abuelo. De hecho, afirma no tener ninguna clasificación de bares y se remite al Anuario de La Caixa para afirmar que en 2010 había 18.015 bares y restaurantes. Sin embargo, un paseo basta para percatarse de que en el centro los clásicos ceden terreno a velocidad pasmosa. Alfredo Fernández, dueño del bar Pavón, anejo al teatro del mismo nombre en la calle de Embajadores, confirma la impresión. “Nos estamos quedando muy solitos”, dice mientras exprime una naranja para un cliente que sigue el resumen del partido del Atleti. “Por aquí aún resiste algún clásico, pero en la Cava está complicadísimo”. Además de la competencia de los bares de diseño, tienen que luchar contra la ley del tabaco, el envejecimiento de su clientela tradicional, la crisis y el auge de otros negocios más rentables. “En el barrio nos han arrasado las tiendas de chinos”, continúa dándole a la naranja Fernández. La convivencia ha dado pie a extrañas combinaciones. Por ejemplo, a 50 metros del Pavón está el Mesón Restaurante Cascorro. Debajo de su rótulo tradicional, una placa aclara: “Haoyoudou Meishiting”. Entrar en el establecimiento para pedir explicaciones sobre el significado de la leyenda es inútil. Una mujer abandona la barra custodiada por chorizos a la sidra y fideos, y señala la placa: “China comida, china comida”, repite. Parece entender mejor al siguiente cliente, que quiere un coñac.

Breve guía con algunos clásicos

Palentino. En la calle del Pez, es todo un icono. Protagonista, entre mil eventos, de un vídeo de Manu Chao rodado por Fernando León.

Los caracoles. En la calle de Toledo, está a rebosar los domigos de rastro, vermú de grifo y una olla de bichos bullendo sobre la barra.

Cruz. En la plaza del Cascorro, ha convertido sus sardinas asadas en un de referente.

Maracaná. Posee una de las terrazas con más solera de la plaza de Olavide.

Noviciado. Una referencia en la materia en la calle del mismo nombre.

Casa Camacho. En la calle San Andrés,, su especialidad son los yayos (vermú, ginebra y casera).

Casa Donato. No tiene nada de particular. Solo los platos de palomitas frías y un aire de los más castizos de Madrid. Calle del Amparo.

El diseñador industrial Leandro Lattes es autor de Hasta fin de existencias, una guía de detalles urbanos en vías de extinción. Uno de los dos volúmenes de la colección está dedicado a bares. Durante tres años, Lattes recorrió Madrid para fotografiar barras de latón, taburetes, letreros y pizarrones con bocadillos de tortilla. Elementos muchas veces hechos a medida para resolver problemas de espacio particulares, a veces con un gusto dudoso, pero que en su anárquica acumulación dan lugar a una estética cañí amenazada por el avance de un diseño más homogéneo.

Siete años después de editarlo, Leandro pasa las páginas del libro en su estudio de la calle del Pez: “Es increíble. Hacía tiempo que no lo revisaba, pero la mayoría de los del centro han desaparecido. Este ya no está, ese tampoco, y en aquel ahora hay un Mango”. Lattes coincide con los realizadores del corto en que su intención tampoco es la de defender estos establecimientos, “muchos de los cuales merecían desaparecer”, simplemente documentar su existencia antes de que sean barridos. “Este hacía una tortilla buenísima, pero ya tampoco está”, continúa pasando páginas.

Uno de los desaparecidos más añorados es la sidrería Corripio, en la calle de Fuencarral 102. Los que lo frecuentaron hablan de su empanadas de chorizo y de un camarero ciego que devolvía las vueltas a la perfección. El local lo ocupó una hamburguesería que duró unos años. Ahora, en el mismo sitio se emplaza el Divina Gula. Su selección de tapas incluye salmorejo servido en copa de martini y gilda de pan libanés relleno de hummus y hoja de parra con arroz especiado. El ambiente es tranquilo y suena música R&B. Las vistas no son excepcionales (dos comercios de comida rápida) pero la cerveza no es cara. Por 1,40 euros incluye una generosa tapa de macarrones con mayonesa, un manjar comparada con la que acompaña la cerveza en el Noviciado consumida media hora antes (1,25 euros), y que consistía en un plato de patatas fritas tan machacadas que no parecía descartable que alguien hubiera usado la bolsa como almohada.

Nuevos negocios viejos

El trato, las cañas a 1,25 y a veces invitamos. Ese es el secreto de que nos vaya bien", cuenta uno de los propietarios de El Chorillo.

Son los gajes del bar cañí. Por eso a nadie se le ocurriría llevar a su madre a celebrar el cumpleaños al Boñar de León, famoso por la abundancia de sus tapas. Pero solo por la abundancia. Esa sombra de duda tan fácilmente parodiable no quita que haya nuevos negocios situados en viejos bares que reclaman la estética tradicional madrileña como seña de identidad. El ejemplo más claro es el HD, antiguo Hermanos Díaz, en la calle de Guzmán el Bueno. Para crear una ambientación vintage, en lugar de transformarse en un decorado de Grease han optado por mantener el contrachapado de madera oscura. El resultado es un restaurante y coctelería tan solicitado que los fines de semana hay que reservar. A pesar de que los precios son muy contemporáneos (hamburguesas a partir de nueve euros) probablemente se trata del retro castizo más logrado de la ciudad, por encima de otras soluciones también notables pero menos fieles al original, como las bodegas Lo Máximo o el restaurante Casa Fidel, que conservan viejos elementos decorativos en espacios remozados.

Volviendo a lo genuino, los aficionados a los bares antiguos destacan el precio y el trato como la clave de su fidelidad. “A mí me gustan mucho. Lo de volver a los viejos es una tendencia establecida, muy 2006”, asegura Jaume Esteve, barcelonés, experto en lo cool, y en Madrid frecuentador de El Chorrillo, en la calle del Acuerdo. En este bar, un templo en homenaje a Chinchón, tiene pensado volver a celebrar su cumpleaños. “Es baratísimo, y además uno de mis colegas es familia, así que nos lo pasamos bien y nos emborrachamos por un precio ridículo”. Ángel, uno de los propietarios del bar, confirma que la clientela joven es una de las razones de que aguanten el tirón de la crisis. “Por las mañanas tenemos a gente del barrio de toda la vida, y a partir de las nueve se llena de chavales”. ¿Su secreto? “El trato, cañas a 1,25 y a veces invitamos”. De momento parece dudoso que ninguna franquicia pueda aplicar esa oferta. Haga una prueba: entre en un restaurante de comida rápida a negociar el precio de la cerveza porque es amigo del primo del camarero.

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