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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Memoria y relato

Apenas hay signo más claro de que el final de ETA es una realidad (por fin) real —o que está muy próximo a serlo— que la proliferación de la Memoria. La Memoria siempre hace referencia a un pasado, es decir, al relato que queremos conservar de un pasado. Una especie de faro que nos recuerde qué hicimos mal y cómo repararlo, qué hicimos bien y cómo reforzarlo. Desde que el PSE accedió al Gobierno vasco en 2009, con el apoyo del PP, ha anunciado al respecto, que yo recuerde, las siguientes medidas: creación del Mapa de la Memoria, del Día de la Memoria, del Centro de la Memoria, de un Congreso sobre la Memoria y, por último, de un Instituto de la Memoria y la Convivencia que coordinaría todo lo anterior. Es cierto que así, todo junto, puede producir cierto efecto de sobredosis. Pero si ahora se da ese exceso es para compensar el defecto ahondado durante décadas, así como para sentar con claridad los ejes de ese relato. Un relato centrado en las víctimas del terrorismo de ETA (también del GAL y otros grupos), encarnaciones de unos valores éticos y democráticos que no deberíamos olvidar, y que merecen una reparación, una justicia y una verdad públicas.

Por supuesto, la izquierda abertzale cuenta con su propia política de la Memoria, impulsada por la Fundación Euskal Memoria, creada en otoño de 2009: “Euskal Herria, pueblo negado y oprimido, sufre la falsificación constante de su historia”; por eso es hora de escribir una versión propia, “es la hora de la memoria colectiva, de la memoria popular”. Reconocen que no es una labor para historiógrafos rigurosos (“no se inscribe en el plano de la discusión entre eruditos”), sino que animan a los simpatizantes a recopilar, pueblo por pueblo, los datos que acrediten ese pasado de opresión.

Su primera aportación ha sido elaborar el “volumen de la represión estatal” en los últimos cincuenta años, para sumarlo y mezclarlo en un totum revolutum con las víctimas de ETA: todo ello daría una cifra de “más de 1300 víctimas del conflicto”; y ahora acaban de hacer lo propio con un recuento extrapolado sobre la tortura.

Algunos llaman a todo esto “guerra de relatos”. Y enmarcan dentro de esa “guerra” el borrador del decreto sobre víctimas de abusos policiales (1968-1978), recién presentado por el ejecutivo vasco. La preocupación por los tiempos y los modos es muy comprensible, dado el temor a que el decreto sea utilizado a mayor gloria de la estomagante estrategia de “igualación por el sufrimiento” de los sectores abertzales. Aun así, creo que todo lo que implique una investigación rigurosa es bienvenido en la tarea de la Memoria. El derecho a la reparación, la verdad y la justicia vale para todas las víctimas. Y es que una memoria inclusiva no tiene por qué implicar una memoria equidistante o igualadora, sino todo lo contrario. Ése es al menos el reto al que nos enfrentamos.

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