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No hay peor odio que el de la propia sangre

Javier Vallejo
El actor Miguel Hermoso en una de las escenas de 'La familia de Pascual Duarte'.
El actor Miguel Hermoso en una de las escenas de 'La familia de Pascual Duarte'.Antonio Castro (EFE)

Realista por el modo en que trasluce los interiores de la España rural, truculenta como una velada de grand-guignol, introspectiva, La familia de Pascual Duarte no parece presa fácil para un adaptador teatral. Ni el narrador en primera persona que Cela utiliza como recurso literario ni los hitos extremos que salpican de sangre la vida del protagonista, son un material que pueda traducirse al lenguaje escénico así como así. Tomás Gayo, cuya perseverancia en producir espectáculos de cierto riesgo (por el tema y por el número de actores contratados) nos depara gratas sorpresas, esta vez se ha liado doblemente la manta a la cabeza al encargarse también de escribir una adaptación sintética, fluida y fiel tanto al espíritu como a la letra de la novela.

El primer escollo salvado es la elección de un actor dual, capaz de incubar los arrebatos de sangre del protagonista en un temperamento introvertido: Pascual es un volcán en un glaciar. Miguel Hermoso le pone al vocabulario recio del convicto extremeño la música de una prosodia cultivada, pero tiene en escena un peso rural (y en los momentos de bravura unos arrestos) que lo agigantan. Su primer monólogo, dicho al vacío primero, debería de dirigirse a público desde el arranque mismo: en ese cara a cara, el actor logra, poco a poco, meternos en harina dramática.

El montaje de Gerardo Malla respira esa violencia contenida, presta a estallar por un quítame allá esa linde, de la obra de Cela, que tan bien refleja el lado oscuro de la España interior, y la bilis que se cuece puertas adentro: “No hay peor odio que el de la misma sangre. Uno llega a aborrecer ese parecido”, viene a decir Pascual, en una frase que anticipa el último y peor de sus crímenes. El director sitúa alguno de ellos fuera de campo, o los deja al hilo del relato, con muy buen criterio: puesto a la vista, tal cúmulo de horrores solo resultaría convincente en un espectáculo paródico, a lo Sweeney Todd. Sin embargo, él y sus actores se lanzan con arrojo a dramatizar frontalmente el duelo mortal entre el protagonista y El Estirao, que pone en vilo al espectador tanto por lo que en la ficción se dilucida como por el riesgo artístico que Hermoso y Sergio Pazos arrostran durante esa inmersión cuasi naturalista hecha a pulmón.

Malla renuncia a utilizar un código teatral más contemporáneo, para poner el espectáculo enteramente en época. La escena de amor violento entre Pascual y Lola, tras el funeral del hermanito Lelo, respira una sexualidad sanguínea. La del asesinato de la madre reinterpreta la de la novela con un margen de genuina libertad creativa: su resolución aporta un punto de vista inédito.

La Lola de Ana Otero tiene sex appeal y unos prontos que le ponen las entrañas en la punta de la lengua. Sin tener respecto al actor protagonista la diferencia de edad que hay entre Pascual y su progenitora, Lola Casamayor hace creíble a la madre insidiosa y colérica (y de paso da una lección de control de la energía desplegada). Ángeles Martín completa eficazmente el reparto.

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Sobre la firma

Javier Vallejo
Crítico teatral de EL PAÍS. Escribió sobre artes escénicas en Tentaciones y EP3. Antes fue redactor de 'El Independiente' y 'El Público', donde ejerció la crítica teatral. Es licenciado en Psicología, en Interpretación por la RESAD y premio Paco Rabal de Periodismo Cultural. Ha comisariado para La Casa Encendida el ciclo ‘Mujeres a Pie de Guerra’.

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