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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las culpas del exculpado

"Los correligionarios de Camps exigen reparaciones de una honorabilidad que por lo visto no llega al extremo de devolverle un poder que ejerció con tanta temeridad como énfasis"

El veredicto del jurado popular que ha declarado “no culpables” a Francisco Camps y a Ricardo Costa es el reflejo de una sociedad que rechaza mirarse en el espejo de su fracaso. Los cinco jurados que lo propiciaron —como en la calle, también entre los jurados hubo una minoría de cuatro miembros que se negó a suscribir tal evasiva— decidieron aferrarse a excusas más bien endebles para descartar la abrumadora colección de pruebas documentales, testificales, escritas y sonoras, que la investigación del caso Gürtel ha proporcionado. Si la sentencia es recurrida, cosa que parece probable, la justicia profesional evaluará si la decisión del tribunal popular es sostenible. Con todo, aunque sea apelable, el veredicto certifica que a día de hoy el expresidente de la Generalitat no es culpable de haber cometido un delito de cohecho impropio por aceptar que le regalaran trajes. ¿Quedan con eso amortizadas todas las culpas del exculpado? Lo digo porque Camps no fue un político fugaz entre nosotros y porque sus correligionarios exigen reparaciones de una honorabilidad que por lo visto no llega al extremo de devolverle un poder que ejerció con tanta temeridad como énfasis. Y a las consecuencias me remito.

Incluso sus éxitos, esos reiterados

Más allá de la vergüenza de comprobar que trabó amistad con dirigentes de una trama corrupta como Álvaro Pérez (¡dice el veredicto que se trataba de relaciones meramente comerciales!), la situación de ruina de las arcas públicas, la debacle del sistema financiero, los niveles de paro, la acumulación de escándalos de corrupción, o la forma en que la desmesura de los grandes eventos y los grandes proyectos ha transformado un ejercicio demagógico de autoestima en escarnio colectivo, convierten la herencia de Camps en una catástrofe. Dudo mucho que Mariano Rajoy y los dirigentes de la sucursal valenciana del PP, con su sucesor Alberto Fabra a la cabeza, tengan intención alguna de devolverle el poder que ejerció con tanta imprudencia, negligencia, impericia y, demasiadas veces, inobservancia de reglas elementales de la democracia. Podría resultar curioso ver cómo afronta, alguien que repitió hasta la náusea que la sociedad valenciana sería “la primera en salir de la crisis”, el penoso estado de postración de una Administración incapaz de hacer frente sin el socorro del Gobierno central a los más mínimos requisitos del servicio público.

Sin duda, las culpas de Camps están fuera de las paredes del Palacio de Justicia. Incluso sus éxitos, esos reiterados triunfos en las elecciones, adquieren hoy un perfil patético. Sin ellos, sin la complicidad de la mayoría social en que se fundamentaban aquellas victorias, Camps estaría hoy condenado. Le ha salvado la mala conciencia de cierta opinión pública que se sabe cómplice de su aventura de ineptitud y arrogancia, de una gestión que condujo al saqueo de las instituciones y a la quiebra de una prosperidad desperdiciada.

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